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miércoles, 9 de octubre de 2024
Yo, y la Jinetera cubana
YO, Y LA JINETERA (Segunda parte).
El hombre, nacido en la vieja Euskadi, de una edad media, con una larga experiencia en la vida, de aspecto varonil, de esos que gustan a las mujeres. Había soñado durante años con conocer tierras exóticas. Después de haber acumulado lo suficiente en cuantos a euros convertibles en CUC, no había nada que le retuviera en su país, quería evadirse en cuerpo y alma, el sufrimiento quedaba atrás.
Alquiló un coche lujoso, uno de esos que llamaban la atención por donde pasaran, y emprendió su viaje por toda Cuba, con la firme intención de cruzar la isla de norte a sur, de este a oeste. Era un hombre de estatura media, pero su presencia era imponente. Forjado en los gimnasios, su cuerpo esculpido se distinguía por los músculos marcados y un bajo porcentaje de grasa que revelaba cada fibra de su abdomen. La fortaleza física que había cultivado no era solo cuestión de apariencia; su disciplina y estoicismo eran visibles en cada uno de sus movimientos.
Guanabo lo recibió con su brisa cálida y sus playas doradas, un rincón del Caribe donde el tiempo parecía detenerse. Las mujeres, aquellas conocidas como "jineteras", lo miraban de una forma que él nunca había experimentado antes. No era solo por su coche, ni siquiera por su aspecto de extranjero (Yuma). Claro, el dinero tenía su peso, pero había algo más en la manera en que sus ojos se clavaban en él. Era una mezcla de deseo, necesidad y un tipo de admiración que no había encontrado en otro lugar. Las jineteras, con sus vestidos cortos y ajustados, llenaban las calles como flores exóticas, esperando a ser recogidas, sus miradas afiladas, sus gestos medidos, una danza sutil y peligrosa entre la seducción y la supervivencia.
Él se movía entre ellas con naturalidad. Las miraba, sí, pero también veía la historia detrás de cada mirada que le devolvían. Algunas buscaban el cambio que pudiera traer en sus vidas un puñado de dólares, lo suficiente para alimentar a sus familias por un tiempo. Otras, en cambio, lo observaban con más interés. No solo veían a un hombre que podría llenarles los bolsillos, sino a alguien que podría ofrecerles una experiencia diferente, una que trascendía lo material.
Las playas de Guanabo eran el escenario perfecto. Las olas rompiendo suavemente en la costa, las palmeras susurrando al viento, y las mujeres, siempre presentes, siempre atentas. Él, con su coche de alquiler, recorría las calles del pueblo, pero sus pensamientos no se alejaban de lo que buscaba: la belleza en su forma más pura, y no solo en el cuerpo, sino en las historias que aquellas mujeres podían contarle con una sola mirada.
Cada noche, al caer el sol, las luces se encendían y las calles se llenaban de vida. Las jineteras se convertían en las verdaderas protagonistas de la escena, con sus vestidos provocativos, sus cuerpos como armas de seducción. Pero él, desde su coche, las veía con otros ojos. Más allá del dinero, más allá de la carne, estaba la búsqueda de algo más profundo, una conexión que solo podría encontrar en tierras lejanas, en esas mujeres que vivían al borde de la necesidad, pero que conservaban una belleza única, inquebrantable, como si la vida no hubiera podido arrebatarles por completo su esencia.
Era amado, sí, por su apariencia, por lo que podía ofrecer, pero también porque en su viaje descubría algo más. Algo que lo hacía regresar una y otra vez a esas calles de Guanabo, donde el mar y las mujeres le susurraban promesas en cada rincón.
Guanabo era una de esas playas del Caribe cubano, de arena fina y abrasadora, calentada por un sol inmutable, firme en el cielo. Mientras caminaba, sentía el calor intenso bajo mis pies y decidí ponerme unas zapatillas especiales, de esas que protegen en playas donde la arena quema. Entonces la vi, tumbada al sol, su silueta deslumbrante, con su larga melena ondeando al viento. A veces, el cabello cubría su rostro, pero no había duda: era ella. Chubileishi.
Sabía que entre nosotros algo especial estaba por suceder. Llevábamos días recorriendo juntos la ciudad, perdiéndonos por sus calles, y no solo en La Habana. Viajamos también a las provincias cercanas, hasta Santi Spíritus, Santa Clara
A medida que pasaban los días, lo que inicialmente fue un deseo físico se transformó en algo más profundo. Sentíamos una atracción que trascendía lo carnal; era como si nuestras almas comenzaran a reconocerse. Nuestros corazones latían con fuerza en cada encuentro, mirando al horizonte, como si allí se escondiera una respuesta. Quizás, poco a poco, comenzaba a nacer el amor. Ninguno de los dos estaba seguro todavía, pero lo que sí sabíamos era que nos fundíamos en besos largos y apasionados, donde parecía que buscábamos entrar uno en el otro, encontrar cobijo en ese acto íntimo.
Cuando besas así, no es solo un gesto físico, es un intento de adentrarse en el ser del otro, de comprenderlo desde dentro. El beso es una forma de conectar más allá de lo evidente, de alcanzar algo profundo, tanto en lo físico como en lo psicológico. Es algo que, algún día, la ciencia debería estudiar: el verdadero significado del beso.
Nuestra historia avanzaba, y comenzamos a soñar con un futuro juntos, incluso con la idea del matrimonio, de empezar una nueva vida en una tierra caribeña, lejos de lo conocido, al menos para mí, dejando atrás el pasado. Pero la realidad cubana era compleja. La vida en la isla, marcada por un sistema político comunista y un embargo económico, hacía que el día a día fuera una lucha constante. No era solo el gobierno, era también el bloqueo externo que impedía el crecimiento de un país lleno de talento. La gente en Cuba es trabajadora, ingeniosa; el país Exporta al mundo grandes médicos y científicos. Sin embargo, la tecnología y las oportunidades de desarrollo son limitadas. Es desolador pensar en una universidad en La Habana, con un departamento de telecomunicaciones, que apenas tiene seis computadoras para una clase de cien estudiantes.
Aun así, en medio de las dificultades, nuestro amor crecia. Tal vez, en ese contexto de carencias y sueños por cumplir, nuestra relación también buscaba florecer, como Cuba misma, buscando un futuro mejor, a pesar de los obstáculos que nos rodeaban.
Después de haber nadado unas dos horas contra la corriente y a favor de la corriente para ir relajando los músculos y tonificarlos, después de haber hecho hora y media de pesas. Hice pectoral bajo con bastante peso, en plan pesado, y después hice sentadillas y algunas series de tríceps en paralelas. Entonces decidí meterme en el mar, ese mar de Guanabo que tanto me encantaba, no en ese año en particular, sino en los años anteriores en los que había estado, y también con ella, con Junia. Junia era una chica espectacular, de cabello largo, ojos verdes, cara ovalada, labios carnosos y una figura espléndida, de esas mujeres que llaman la atención. Sin embargo, no tenía ese aspecto típico de la guajira cubana, de mezcla, sino que más bien parecía europea, incluso de cualquier otro lugar del mundo, tal vez caucásica, del Cáucaso.
Después de varios días juntos, casi las veinticuatro horas del día, ya habíamos congeniado en muchas cosas que mutuamente nos apasionaban. Yo le llevaba unos diez años, y ella estaba en la flor de su juventud, esa juventud pasional. Yo siempre había sido, gracias a la divina providencia, un hombre con unos niveles de testosterona y líbido quizás un poco por encima de lo normal. No quiero presumir en este aspecto, pero creo que siempre fui un buen amante, y con Junia, ese buen amante se multiplicaba por dos, por cuatro, incluso por diez. Era algo difícil de describir.
Un día vimos a una señora en la calle Boulevard que ofrecía su vivienda a los turistas, y nos enseñó su apartamento, ubicado en el último piso de un edificio de la época de Batista. Era un edificio de aquellos tiempos en los que Cuba tenía una conexión social, económica y política muy fuerte con Estados Unidos. Se decía que incluso Al Capone tenía allí sus escondites y casinos. Este edificio tenía esas características, y el apartamento era amplio, aunque necesitaba muchas mejoras. Nos ofreció el lugar por 90.000 kush, lo que equivalía a dólares, y me pareció barato porque la zona del Boulevard era una de las mejores áreas de La Habana.
Decidí que lo pensaría, y que en unos días le daría un adelanto como señal de compromiso de compra y empezaría a amueblarlo. Sin embargo, luego recapacité y pensé que siendo extranjero, necesitaría casarme con mi amada, con Junia, para poder adquirir la propiedad. No podría ser algo rápido; deberíamos esperar un tiempo para legalizar todos mis papeles y mi situación en el país. No obstante, ya habíamos contactado con fabricantes de muebles porque queríamos también hacer una casa para turistas. Y aunque no planeaba establecerme permanentemente en la isla de Cuba, ya pensaba en pasar largas temporadas allí y mantener el contacto con ella.
Capítulo X: Los Fantasmas de Guanabo
El sol se filtraba entre las hojas de las palmas mientras nos alejábamos de Guanabo. El aire cálido entraba por la ventanilla del auto, trayendo consigo un aroma familiar: salitre, ron barato, y esa mezcla indefinible de nostalgia y melancolía que parecía impregnar cada rincón de la isla. Ella miraba hacia la carretera, pero yo sabía que sus pensamientos estaban en otra parte, tal vez muy lejos de esa carretera que nos llevaba hacia La Habana.
—¿En qué piensas? —pregunté, intentando romper el silencio que comenzaba a hacerse pesado.
Ella no respondió de inmediato. Sus ojos permanecieron fijos en el horizonte, como si tratara de encontrar algo en el futuro incierto que se abría ante nosotros. Finalmente, habló, pero su voz salió más suave, casi temerosa.
—Pienso en si esto... —hizo una pausa—. En si esto que tenemos es real. Si puede durar. O si es solo... una ilusión.
Sentí su temor. No era el tipo de mujer que mostraba vulnerabilidad fácilmente, pero había algo en ese viaje, en nosotros, que la inquietaba.
—¿Por qué lo preguntas? —quise saber, aunque ya intuía la respuesta.
—Mira a tu alrededor —dijo ella con una risa amarga, señalando los edificios en ruinas que pasaban junto a nosotros—. Esto es Cuba. Aquí nada dura. Ni el amor, ni las promesas, ni siquiera los edificios. Todo se desmorona con el tiempo.
Volvió a quedarse en silencio. Quise decirle algo, asegurarle que nuestro amor, de alguna manera, era diferente. Pero también sentía esa misma duda en lo profundo. ¿Era real? ¿Podía durar?
Ella cambió de postura en el asiento, como si de repente le pesara todo su pasado.
—¿Alguna vez te conté cómo empecé en esto? —preguntó sin mirarme, y yo supe que no se refería a nosotros. Se refería a su vida, a su decisión.
Negué con la cabeza.
—No, nunca lo hiciste.
Ella respiró hondo, como si necesitara reunir valor para continuar.
—Mi madre era costurera —comenzó—. Siempre trabajaba de sol a sol, pero el dinero nunca alcanzaba. Tenía dos hermanos menores, y desde pequeña me enseñaron que debía cuidarlos, porque... porque nadie más lo haría. Mi padre se fue cuando yo tenía siete años. No sé si lo perdimos en el mar o si simplemente decidió no volver. La verdad es que nunca lo supe. Solo se desvaneció un día, como tantas cosas en esta isla.
»Crecí viendo cómo las cosas más pequeñas eran una lucha. Ropa, comida, cualquier cosa básica. Para mí, no había sueños grandes. Solo sobrevivir un día más. Cuando cumplí quince, conocí a Miguel, mi primer amor. —Sus ojos se suavizaron brevemente al recordar—. Era un chico del barrio, lleno de promesas y sonrisas fáciles. Pero las promesas no llenan el estómago. Después de unos años, lo vi irse, como tantos otros, en una balsa. Nunca supe si llegó a algún lado. Así empecé a entender que los sueños de aquí no se cumplen, y que nadie va a salvarte si no te salvas tú misma.
Se detuvo, y el silencio entre nosotros volvió, pero ahora estaba lleno de recuerdos.
—Fue entonces cuando me di cuenta de que la única cosa que la gente valora aquí —continuó— es algo que yo tenía. Mi belleza. No quería hacerlo, claro. Al principio pensé que solo sería una vez, solo para ayudar a mi madre con las cuentas. Pero una vez que empiezas... —hizo una pausa— ya no hay vuelta atrás.
Sentí la pesadez de sus palabras. Para ella, todo esto era una trampa. Pero lo más triste no era el acto en sí, sino la resignación con la que hablaba de su vida. La sensación de que, al igual que los edificios en ruinas, su destino ya estaba decidido desde hacía tiempo.
—Y aquí estamos —concluyó—. Tú y yo. Un turista que se enamora de una jinetera en su viaje de verano. —Sonrió tristemente—. ¿Crees que esto puede ser algo más? ¿O solo somos un sueño más que pronto se desvanecerá?
Quise decirle que sí, que era más que eso. Pero me faltaban las palabras, y ella lo notó.
—Esa es la disonancia, ¿verdad? —dijo, mirándome ahora directamente a los ojos—. Queremos creer que somos algo más. Algo que puede durar. Pero sabemos, en el fondo, que todo aquí es temporal. Incluso nosotros.
La carretera seguía extendiéndose frente a nosotros, interminable. La Habana se acercaba, y con ella, la incertidumbre de lo que éramos y de lo que seríamos. Pero en ese momento, supe que para ella, ese viaje representaba más que una simple distancia física. Era un intento de escapar, no solo de la pobreza, sino de la trampa invisible que la vida le había tendido desde su niñez.
Y entonces, mientras el sol empezaba a caer en el horizonte, me di cuenta de que quizás yo también estaba atrapado en esa trampa. En la ilusión de un amor que podía ser eterno, en un país donde todo lo demás parecía destinado a desmoronarse.
Seguirá...
Antonio Valcárcel