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miércoles, 28 de mayo de 2025
Reconstrución do liñaxe materno de Antonio Valcárcel Domínguez (Haplogrupo U5b1)🔹 Haplogrupo mitocondrial: U5b1Tipo de herdanza: Materna (ADN mitocondrial, herdado só pola nai)Antigüidade: 25.000 – 35.000 anosOrixe xeográfica: Europa occidental (probablemente refuxios paleolíticos na península ibérica durante a última glaciación)---🗺️ Itinerario ancestral🔸 Paleolítico Superior (~30.000 anos atrás)Os teus antepasados maternos pertencían a pequenos grupos de cazadores-recolectores que habitaron Europa antes do fin da última glaciación. O haplogrupo U5 é un dos máis antigos identificados en restos humanos europeos.Restos con U5b1 atopáronse en:La Braña-Arintero (León, ~7.000 anos), nun home mesolítico.Covas asturianas e cantábricas.🔸 Mesolítico (~10.000 a.C.)Co retroceso dos glaciares, os teus antepasados permaneceron en zonas boscosas do norte da Península. A súa vida baseábase na caza, pesca e recolección, con patróns de asentamento estacionais.Regións provables:Galicia interior (Os Ancares, O Courel)BierzoNorte de Portugal🔸 Neolítico (~5.000 a.C.)A pesar da chegada de agricultores desde o Oriente Próximo, o linaxe U5b1 sobreviviu en áreas apartadas. Os teus antepasados probablemente mesturáronse parcialmente, pero conservaron a súa liña materna paleolítica.
martes, 20 de mayo de 2025
domingo, 4 de mayo de 2025
Yo, y La Jinetera
YO, Y LA JINETERA
Capítulo 1 – La isla vigilada
Toda la isla de Cuba parece que está organizada, quizás por una forma de gobierno. Incluso el mismo pueblo vigila al pueblo. Hay gente que es nombrada para saber todo lo que nos acontece en los diarios. En Cuba nada pasa desapercibido.
Hacía ya tres meses que su novio la había abandonado. Se fue en un yate de esos que zarpan de cualquier parte de la costa cubana. Al ser una isla, hay muchos puntos distintos y muy diversos, imposibles de controlar por la policía o de ser geolocalizados.
Esa noche se presentó un hombre y llamó a la puerta. Le preparó la maleta, que normalmente estaba siempre lista, aunque pocas veces se usaba. No marcharon. Desde algún punto, tal vez el Malecón, tal vez un rincón discreto de La Habana, zarpó un yate. Uno de tantos. Con un pago previo de entre 9.000 y 10.000 dólares en CUC, la moneda convertible de aquel tiempo.
Junia salió presurosa, pero se quedó. Otra vez.
Dejaba muchas cosas atrás y también muchas dentro de su habitación: sobre todo soledades y recuerdos. Aquel amor que había sentido más intensamente que ningún otro, se fue para Miami. Miguel. Desde que llegó a Estados Unidos, ya hacía muchos días que no sabía nada de él. Ni un mensaje, ni una llamada.
Sentada en la cama, Junia no tenía lágrimas para llorar. Ya se le habían secado hacía tiempo, como si el cuerpo se negara a seguir derrochando dolor en vano. Su corazón estaba confundido, abrumado por una maraña de recuerdos y arrepentimientos. Las esperanzas que una vez alimentó, ahora eran apenas humo.
Y, sin embargo, en medio del vacío, pensaba en Miguel.
Miguel había querido formar una familia con ella. No solo lo dijo: lo intentó. Ella había quedado embarazada, tres veces, incluso cuatro. Pero cada vez, Junia eligió interrumpir el proceso, como si no estuviera lista para esa vida, como si el mundo no fuese un lugar para traer a nadie. O tal vez fue el miedo. O la convicción —quizás equivocada— de que un hijo sería una cadena más en su jaula.
Ahora, ese pasado la perseguía como una sombra que no la soltaba.
Cuando por fin deseó tener hijos, su cuerpo ya no respondía. La matriz, tantas veces silenciada, se había rendido. Y ese vacío era más cruel que cualquier exilio. No tener a nadie. No tener siquiera la posibilidad de alguien. Esa certeza la debilitaba. La volvía pequeña. Frágil. Inúil.
Pensaba: Si hubiese tenido ese hijo con Miguel… al menos no estaría sola. Al mirar a ese niño, habría visto el rostro de él, y en esa mirada habría encontrado fuerzas. Fuerzas para seguir. Para luchar. Para juntar el dinero. Para zarpar en el próximo yate…
Pero ya no sería una. Ahora serían dos. Ella y su fantasma. Ella y su culpa.
Junia rumiaba todos esos pensamientos en el silencio espeso del cuarto. Un cuarto sin puertas, apenas dividido del resto de la casa por una cortina deshilachada. Estaba sumida en su niebla cuando esa cortina se corrió suavemente.
Apareció su padre. En sus ojos no había dureza, solo una preocupación cansada, de esas que se arrastran durante años.
—Junia… ¿qué te pasa? ¿No era esta noche cuando te venían a buscar?
Ella gimió. Ni siquiera levantó la cabeza. Con un hilo de voz, pidió:
—Déjame en paz, por favor. No sé lo que ha pasado.
El padre dio un paso atrás, comprendiendo que no debía insistir.
—Menos mal que aún no he dado la señal… —susurró ella, más para sí que para él.
Era en ese preciso momento cuando debía presentarse alguien, un contacto, una mirada, una seña. También era el instante en que debía hacer el pago. Un pago que lo era todo: el comienzo del viaje, la renuncia a Cuba, el abandono de lo que quedaba de ella.
Pero nada ocurrió.
Y entonces lo supo: esa noche, tampoco zarparía.
La noche apuntaba sin luna. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, y sus largos cabellos se enredaban entre la almohada, pensando siempre en él: en Miguel.
Miguel era un hombre alto, un metro ochenta y seis, de hombros anchos, mestizo de dos o tres generaciones —lo que en Cuba llaman trigueño—, con un cuerpo trabajado. Había jugado al béisbol, entrenaba con pesas. Seguro de sí mismo, sabía que gustaba a cualquier mujer. Y, sin embargo, la forma en que trató a Junia le destrozó el corazón.
¿Y Junia? ¿Cómo era Junia?
Junya tenía el cabello largo, los ojos verdes, la piel clara. El busto firme, caderas en forma de corazón, cintura estrecha y nalgas armoniosas para su cuerpo de metro sesenta y cinco. Grácil, esbelta, también había sido una gran deportista. Estudió nutrición y deporte. Era, sin duda, una mujer bella. Pero el destino no fue clemente.
Quizás, durante aquel tiempo en que un extranjero llegó a Cuba —ese extranjero que soy yo—, me doy por satisfecho si logré, aunque fuera por unos días, que olvidara los brazos de Miguel.
El hombre, nacido en la vieja Euskadi, de una edad media, con una larga experiencia en la vida, de aspecto varonil, de esos que gustan a las mujeres. Había soñado durante años con conocer tierras exóticas. Después de haber acumulado lo suficiente en cuantos a euros convertibles en CUC, no había nada que le retuviera en su país, quería evadirse en cuerpo y alma, el sufrimiento quedaba atrás.
Alquiló un coche lujoso, uno de esos que llamaban la atención por donde pasaran, y emprendió su viaje por toda Cuba, con la firme intención de cruzar la isla de norte a sur, de este a oeste. Era un hombre de estatura media, pero su presencia era imponente. Forjado en los gimnasios, su cuerpo esculpido se distinguía por los músculos marcados y un bajo porcentaje de grasa que revelaba cada fibra de su abdomen. La fortaleza física que había cultivado no era solo cuestión de apariencia; su disciplina y estoicismo eran visibles en cada uno de sus movimientos.
Guanabo lo recibió con su brisa cálida y sus playas doradas, un rincón del Caribe donde el tiempo parecía detenerse. Las mujeres, aquellas conocidas como "jineteras", lo miraban de una forma que había experimentado antes. No era solo por su coche, ni siquiera por su aspecto de extranjero (Yuma). Claro, el dinero tenía su peso, pero había algo más en la manera en que sus ojos se clavaban en él. Era una mezcla de deseo, necesidad y un tipo de admiración que no había encontrado en otro lugar. Las jineteras, con sus vestidos cortos y ajustados, llenaban las calles como flores exóticas, esperando a ser recogidas, sus miradas afiladas, sus gestos medidos, una danza sutil y peligrosa entre la seducción y la supervivencia.
Él se movía entre ellas con naturalidad. Las miraba, sí, pero también veía la historia detrás de cada mirada que le devolvían. Algunas buscaban el cambio que pudiera traer en sus vidas un puñado de dólares, lo suficiente para alimentar a sus familias por un tiempo. Otras, en cambio, lo observaban con más interés. No solo veían a un hombre que podría llenarles los bolsillos, sino a alguien que podría ofrecerles una experiencia diferente, una que trascendía lo material.
Las playas de Guanabo eran el escenario perfecto. Las olas rompiendo suavemente en la costa, las palmeras susurrando al viento, y las mujeres, siempre presentes, siempre atentas. Él, con su coche de alquiler, recorría las calles del pueblo, pero sus pensamientos no se alejaban de lo que buscaba: la belleza en su forma más pura, y no solo en el cuerpo, sino en las historias que aquellas mujeres podían contarle con una sola mirada.
Cada noche, al caer el sol, las luces se encendían y las calles se llenaban de vida. Las jineteras se convertían en las verdaderas protagonistas de la escena, con sus vestidos provocativos, sus cuerpos como armas de seducción. Pero él, desde su coche, las veía con otros ojos. Más allá del dinero, más allá de la carne, estaba la búsqueda de algo más profundo, una conexión que solo podría encontrar en tierras lejanas, en esas mujeres que vivían al borde de la necesidad, pero que conservaban una belleza única, inquebrantable, como si la vida no hubiera podido arrebatarles por completo su esencia.
Era amado, sí, por su apariencia, por lo que podía ofrecer, pero también porque en su viaje descubría algo más. Algo que lo hacía regresar una y otra vez a esas calles de Guanabo, donde el mar y las mujeres le susurraban promesas en cada rincón.
Guanabo era una de esas playas del Caribe cubano, de arena fina y abrasadora, calentada por un sol inmutable, firme en el cielo. Mientras caminaba, sentía el calor intenso bajo mis pies y decidí ponerme unas zapatillas especiales, de esas que protegen en playas donde la arena quema. Entonces la vi, tumbada al sol, su silueta deslumbrante, con su larga melena ondeando al viento. A veces, el cabello cubría su rostro, pero no había duda: era ella. Chubileishi.
Sabía que entre nosotros algo especial estaba por suceder. Llevábamos días recorriendo juntos la ciudad, perdiéndonos por sus calles, y no solo en La Habana. Viajamos también a las provincias cercanas, hasta Santi Spíritus, Santa Clara
A medida que pasaban los días, lo que inicialmente fue un deseo físico se transformó en algo más profundo. Sentíamos una atracción que trascendía lo carnal; era como si nuestras almas comenzaran a reconocerse. Nuestros corazones latían con fuerza en cada encuentro, mirando al horizonte, como si allí se escondiera una respuesta. Quizás, poco a poco, comenzaba a nacer el amor. Ninguno de los dos estaba seguro todavía, pero lo que sí sabíamos era que nos fundíamos en besos largos y apasionados, donde parecía que buscábamos entrar uno en el otro, encontrar cobijo en ese acto íntimo.
Cuando besas así, no es solo un gesto físico, es un intento de adentrarse en el ser del otro, de comprenderlo desde dentro. El beso es una forma de conectar más allá de lo evidente, de alcanzar algo profundo, tanto en lo físico como en lo psicológico. Es algo que, algún día, la ciencia debería estudiar: el verdadero significado del beso.
Nuestra historia avanzaba, y comenzamos a soñar con un futuro juntos, incluso con la idea del matrimonio, de empezar una nueva vida en una tierra caribeña, lejos de lo conocido, al menos para mí, dejando atrás el pasado. Pero la realidad cubana era compleja. La vida en la isla, marcada por un sistema político comunista y un embargo económico, hacía que el día a día fuera una lucha constante. No era solo el gobierno, era también el bloqueo externo que impedía el crecimiento de un país lleno de talento. La gente en Cuba es trabajadora, ingeniosa; el país Exporta al mundo grandes médicos y científicos. Sin embargo, la tecnología y las oportunidades de desarrollo son limitadas. Es desolador pensar en una universidad en La Habana, con un departamento de telecomunicaciones, que apenas tiene seis computadoras para una clase de cien estudiantes.
Aun así, en medio de las dificultades, nuestro amor crecia. Tal vez, en ese contexto de carencias y sueños por cumplir, nuestra relación también buscaba florecer, como Cuba misma, buscando un futuro mejor, a pesar de los obstáculos que nos rodeaban.
Después de haber nadado unas dos horas contra la corriente y a favor de la corriente para ir relajando los músculos y tonificarlos, después de haber hecho hora y media de pesas. Hice pectoral bajo con bastante peso, en plan pesado, y después hice sentadillas y algunas series de tríceps en paralelas. Entonces decidí meterme en el mar, ese mar de Guanabo que tanto me encantaba, no en ese año en particular, sino en los años anteriores en los que había estado, y también con ella, con Junia. Junia era una chica espectacular, de cabello largo, ojos verdes, cara ovalada, labios carnosos y una figura espléndida, de esas mujeres que llaman la atención. Sin embargo, no tenía ese aspecto típico de la guajira cubana, de mezcla, sino que más bien parecía europea, incluso de cualquier otro lugar del mundo, tal vez caucásica, del Cáucaso.
Después de varios días juntos, casi las veinticuatro horas del día, ya habíamos congeniado en muchas cosas que mutuamente nos apasionaban. Yo le llevaba unos diez años, y ella estaba en la flor de su juventud, esa juventud pasional. Yo siempre había sido, gracias a la divina providencia, un hombre con unos niveles de testosterona y líbido quizás un poco por encima de lo normal. No quiero presumir en este aspecto, pero creo que siempre fui un buen amante, y con Junia, ese buen amante se multiplicaba por dos, por cuatro, incluso por diez. Era algo difícil de describir.
Un día vimos a una señora en la calle Boulevard que ofrecía su vivienda a los turistas, y nos enseñó su apartamento, ubicado en el último piso de un edificio de la época de Batista. Era un edificio de aquellos tiempos en los que Cuba tenía una conexión social, económica y política muy fuerte con Estados Unidos. Se decía que incluso Al Capone tenía allí sus escondites y casinos. Este edificio tenía esas características, y el apartamento era amplio, aunque necesitaba muchas mejoras. Nos ofreció el lugar por 90.000 kush, lo que equivalía a dólares, y me pareció barato porque la zona del Boulevard era una de las mejores áreas de La Habana.
Decidí que lo pensaría, y que en unos días le daría un adelanto como señal de compromiso de compra y empezaría a amueblarlo. Sin embargo, luego recapacité y pensé que siendo extranjero, necesitaría casarme con mi amada, con Junia, para poder adquirir la propiedad. No podría ser algo rápido; deberíamos esperar un tiempo para legalizar todos mis papeles y mi situación en el país. No obstante, ya habíamos contactado con fabricantes de muebles porque queríamos también hacer una casa para turistas. Y aunque no planeaba establecerme permanentemente en la isla de Cuba, ya pensaba en pasar largas temporadas allí y mantener el contacto con ella.
Capítulo X: Los Fantasmas de Guanabo
El sol se filtraba entre las hojas de las palmas mientras nos alejábamos de Guanabo. El aire cálido entraba por la ventanilla del auto, trayendo consigo un aroma familiar: salitre, ron barato, y esa mezcla indefinible de nostalgia y melancolía que parecía impregnar cada rincón de la isla. Ella miraba hacia la carretera, pero yo sabía que sus pensamientos estaban en otra parte, tal vez muy lejos de esa carretera que nos llevaba hacia La Habana.
—¿En qué piensas? —pregunté, intentando romper el silencio que comenzaba a hacerse pesado.
Ella no respondió de inmediato. Sus ojos permanecieron fijos en el horizonte, como si tratara de encontrar algo en el futuro incierto que se abría ante nosotros. Finalmente, habló, pero su voz salió más suave, casi temerosa.
—Pienso en si esto... —hizo una pausa—. En si esto que tenemos es real. Si puede durar. O si es solo... una ilusión.
Sentí su temor. No era el tipo de mujer que mostraba vulnerabilidad fácilmente, pero había algo en ese viaje, en nosotros, que la inquietaba.
—¿Por qué lo preguntas? —quise saber, aunque ya intuía la respuesta.
—Mira a tu alrededor —dijo ella con una risa amarga, señalando los edificios en ruinas que pasaban junto a nosotros—. Esto es Cuba. Aquí nada dura. Ni el amor, ni las promesas, ni siquiera los edificios. Todo se desmorona con el tiempo.
Volvió a quedarse en silencio. Quise decirle algo, asegurarle que nuestro amor, de alguna manera, era diferente. Pero también sentía esa misma duda en lo profundo. ¿Era real? ¿Podía durar?
Ella cambió de postura en el asiento, como si de repente le pesara todo su pasado.
—¿Alguna vez te conté cómo empecé en esto? —preguntó sin mirarme, y yo supe que no se refería a nosotros. Se refería a su vida, a su decisión.
Negué con la cabeza.
—No, nunca lo hiciste.
Ella respiró hondo, como si necesitara reunir valor para continuar.
—Mi madre era costurera —comenzó—. Siempre trabajaba de sol a sol, pero el dinero nunca alcanzaba. Tenía dos hermanos menores, y desde pequeña me enseñaron que debía cuidarlos, porque... porque nadie más lo haría. Mi padre se fue cuando yo tenía siete años. No sé si lo perdimos en el mar o si simplemente decidió no volver. La verdad es que nunca lo supe. Solo se desvaneció un día, como tantas cosas en esta isla.
»Crecí viendo cómo las cosas más pequeñas eran una lucha. Ropa, comida, cualquier cosa básica. Para mí, no había sueños grandes. Solo sobrevivir un día más. Cuando cumplí quince, conocí a Miguel, mi primer amor. —Sus ojos se suavizaron brevemente al recordar—. Era un chico del barrio, lleno de promesas y sonrisas fáciles. Pero las promesas no llenan el estómago. Después de unos años, lo vi irse, como tantos otros, en una balsa. Nunca supe si llegó a algún lado. Así empecé a entender que los sueños de aquí no se cumplen, y que nadie va a salvarte si no te salvas tú misma.
Se detuvo, y el silencio entre nosotros volvió, pero ahora estaba lleno de recuerdos.
—Fue entonces cuando me di cuenta de que la única cosa que la gente valora aquí —continuó— es algo que yo tenía. Mi belleza. No quería hacerlo, claro. Al principio pensé que solo sería una vez, solo para ayudar a mi madre con las cuentas. Pero una vez que empiezas... —hizo una pausa— ya no hay vuelta atrás.
Sentí la pesadez de sus palabras. Para ella, todo esto era una trampa. Pero lo más triste no era el acto en sí, sino la resignación con la que hablaba de su vida. La sensación de que, al igual que los edificios en ruinas, su destino ya estaba decidido desde hacía tiempo.
—Y aquí estamos —concluyó—. Tú y yo. Un turista que se enamora de una jinetera en su viaje de verano. —Sonrió tristemente—. ¿Crees que esto puede ser algo más? ¿O solo somos un sueño más que pronto se desvanecerá?
Quise decirle que sí, que era más que eso. Pero me faltaban las palabras, y ella lo notó.
—Esa es la disonancia, ¿verdad? —dijo, mirándome ahora directamente a los ojos—. Queremos creer que somos algo más. Algo que puede durar. Pero sabemos, en el fondo, que todo aquí es temporal. Incluso nosotros.
La carretera seguía extendiéndose frente a nosotros, interminable. La Habana se acercaba, y con ella, la incertidumbre de lo que éramos y de lo que seríamos. Pero en ese momento, supe que para ella, ese viaje representaba más que una simple distancia física. Era un intento de escapar, no solo de la pobreza, sino de la trampa invisible que la vida le había tendido desde su niñez.
Y entonces, mientras el sol empezaba a caer en el horizonte, me di cuenta de que quizás yo también estaba atrapado en esa trampa. En la ilusión de un amor que podía ser eterno, en un país donde todo lo demás parecía destinado a desmoronarse.
Recuerdo aquellos días, como si todo lo estuviese sintiendo de nuevo en mi piel, en mis carnes, en mi corazón. Esa sensación de la brisa del mar Caribe, esa brisa suave que acariciaba las palmas de las manos y hacía temblar las palmeras al borde del mar. Era como estar allí de nuevo, sintiéndolo todo a flor de piel, y especialmente recuerdo el momento en que el avión de Iberia aterrizó en el aeropuerto José Martí.
Las filas eran largas, las revisiones lentas. Pensaba que mi maleta nunca llegaría. Pasaban una tras otra, verdes, rojas, naranjas, negras, de todos los colores posibles. Maletas llenas de equipaje, historias, personas que iban a la isla. Algunos con negocios en mente, otros dejando atrás amores, algunos más buscando nuevos amores, y los más tristes, ahogando sus penas en el mar.
Por fin, mi maleta apareció. La reconocí enseguida. La habían envuelto en plástico negro para mayor seguridad, tal como lo había pedido. Estaba llena de medicamentos, porque sabía que en la isla había escasez, especialmente de aquellos que eran de carácter psiquiátrico. Llevaba broncodilatadores, porque el asma era un problema frecuente allí, y repelen mosquitos, esos que transmiten tantas enfermedades tropicales. También llevaba pastillas de ácido acetilsalicílico, algo esencial para aliviar cualquier malestar. Además, traía conmigo mi querido Vip Vaporu, el remedio cubano por excelencia: útil para resfriados, dolores reumáticos, y tantas otras dolencias.
Y, entre todo eso, también llevaba ropa de mujer, ropa interior, jabón Heno de Pravia, el que me había pedido mi prima Esther, la que vive en Venezuela, de Ciego De Avila. Jabón Heno de Pravia... que trae consigo ese aroma tan familiar, el que te recuerda al hogar, a la tierra que queda lejos, pero que siempre permanece en el corazón.
Capítulo: El puente de Ricardo Arjona
Al llegar a Guanabo con mi coche de alquiler —uno de esos automáticos de marca china que, por esas cosas que solo pasan en Cuba, logré conseguir mucho más barato de lo que marcaba oficialmente— paramos en una gasolinera que parecía olvidada por el tiempo. El calor de la tarde empezaba a caer sobre el asfalto rajado y el zumbido de los grillos se mezclaba con el rumor de las olas, que apenas se escuchaban a lo lejos.
Apareció entonces un mulato flaco, con gafas de sol rayadas y una sonrisa de dientes blancos como teclas de piano, ofreciéndonos una pila de CDs envueltos en fundas plásticas. Toda la discografía de Ricardo Arjona —"¡completa, mi hermano!", dijo— como si se tratara de un tesoro recién rescatado del malecón.
—¿Cuánto valen? —le pregunté.
—¿Tú eres italiano? ¿Inglés? ¿Francés?
—No. Soy español.
—¡Ah, español! —me dijo guiñando un ojo—. Entonces te lo dejo por un CUC.
Saqué el billete —ya previamente cambiado en una cadeca, esas oficinas de cambio de divisas donde el tiempo parece moverse más lento que en cualquier otro sitio— y se lo tendí. A cambio, me dio cuatro discos de Ricardo Arjona, cuidadosamente pirateados y con carátulas impresas en tinta desvaída.
Junia, que estaba en el asiento del copiloto, los miró con una mezcla de sorpresa y ternura.
—¡La hermana mía se va a poner feliz! —dijo—. Ella se sabe de memoria todas las canciones de Arjona. Lo ama, como si fuera un santo de altar.
—Antes de llevárselos, vamos a escucharlo —le dije—. Yo nunca lo he oído. Quiero saber a qué suena.
Abrió una de las cajas con cuidado, casi con respeto, como si de un ritual se tratara, y lo puso en el lector del coche. Al poco, una guitarra suave comenzó a flotar por los altavoces, y la voz de Arjona —seca, directa, casi hablada— nos envolvió con su nostalgia:
"Cuando llegará el día de construir un puente entre La Habana y Miami, para que se junten las madres con sus hijos, los hermanos con sus primos..."
Nos miramos en silencio. La canción era un disparo de verdad. Una protesta, sí, pero también un ruego. Arjona hablaba de ese dolor flotante que tanto conocía Junia: la separación forzada, los exilios involuntarios, las familias partidas como pan en mesa ajena.
Y en ese instante, mientras el sol declinaba en los cristales del coche chino, sentí que aquel disco barato comprado por un Q tenía más verdad que muchos discursos, más peso que muchos libros. Junia cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo.
—Ojalá lo construyan algún día, ese puente —susurró.
Y yo, sin saber qué decir, simplemente seguí conduciendo.
El coche arrancó y, con él, nuestros pensamientos. El mar quedaba a un lado, a veces oculto por los árboles, otras brillando como una promesa.
Llegamos a la casa que habíamos alquilado, una pequeña villa algo desvencijada pero con lo justo: una cama grande, un baño que funcionaba, y una neverita eléctrica que zumbaba como un insecto insomne. Junia se fue a duchar, mientras yo me quedé sentado en la butaca, abanicándome con un cartón.
Cambió el disco y comenzó a sonar “La vida de un taxista”.
“Se subió a mi taxi con la mirada triste
tenía el alma herida, la cara lavada…”
La voz de Arjona flotaba en el aire espeso de la costa. La canción me golpeó con fuerza, como si estuviera contándome nuestra historia sin conocernos.
Junia salió del baño envuelta en una toalla, el pelo goteando y los ojos brillantes por el vapor.
—¿Tú sabes esa canción? —le pregunté.
—Claro que sí. Esa canción es como una película de mi barrio.
La miré y, por alguna razón, le dije:
—Una vez me dijiste que nunca habías visto una vaca…
Ella se echó a reír con ganas, sin pena.
—¡¿Qué?! ¡¿Yo nunca he visto vacas?! Pero si nací entre ellas, mi amor. Venezuela, Ciego Dávila. Eso está lleno de vacas, caballos, y gallinas que se creen jefas. Yo aprendí a montar antes que a leer. Soy guajira hasta el hueso. Las manos me huelen a monte aunque me las lave con colonia.
—Entonces soñé que lo dijiste —contesté, con media sonrisa.
—Soñaste con otra. Yo vengo de un lugar donde las niñas aprenden a guapear con machete y los hombres se van para La Habana porque no hay nada más que raspar en el surco.
Se vistió rápido. Blusa ajustada, pantalones vaqueros, y unos tacones que había conseguido “luchando” —como todo en Cuba. Me miró por el espejo.
—¿Listo para devoranos, cariño?
—Listo —mentí.
Y mientras cerrábamos la puerta tras nosotros, con el sonido del ventilador aún girando y la música quedando atrás, Arjona seguía cantando:
“Le conté mi historia, le hablé de mi y de mi entorno.
Y esa noche, mientras bajábamos por la cuesta hacia el malecón, supe que había algo en Junia que no cabía en ninguna canción. Porque ella no solo se subía a los taxis de la vida… Ella también sabía conducir pero no manejaba carros.
—Ya me habló la Chichi —me dijo Junia al oído mientras subíamos por la Vía Blanca, rumbo al este de La Habana, con el mar reluciendo a nuestra izquierda como un animal azul dormido.
—¿Quién es la Chichi? —pregunté, como quien teme abrir una puerta con historia.
Junia hizo una pausa y luego, sin quitar la vista del horizonte, dijo:
—Una leyenda.
La Chichi había sido campeona olímpica en los 100 metros lisos. Su nombre completo nadie lo decía ya. En su tiempo fue la niña de los ojos de Fidel. Salía en televisión, en la prensa, en las revistas donde el cuerpo perfecto del socialismo se celebraba con himnos y medallas. Tenía una belleza feroz, limpia, como de diosa griega caribeña, con músculos de acero y sonrisa de heroína.
Pero su caída fue brutal.
Su marido, celoso de esa luz que ella irradiaba, terminó por atacarla con ácido. Le destruyó medio rostro. El perfil izquierdo quedó monstruoso: carne viva, piel quemada, un ojo que apenas parpadea. El régimen la escondió. Fue su vergüenza y su culpa. Ya no servía para los murales.
—¿Y qué hizo ella? —pregunté.
—Se reinventó. A su manera. Tenía un chalé en una zona militar, cerca de Guanabo, una casa que le habían dado cuando era gloria nacional. Piscina, jacuzzi, columnas falsas, mármol por todas partes. Aprovechó la infraestructura. Y empezó a traer turistas, pero no cualquiera: gente con plata, con poder, europeos de hoteles cinco estrellas, canadienses aburridos de la nieve, italianos con cuentas en Suiza.
En su casa, las noches se volvían jungla. Había música, alcohol, mujeres, hombres, estimulantes, carne caliente. Nada faltaba. Todo circulaba.
—¿Y tú has estado ahí? —pregunté, sin saber si quería la verdad.
Junia no respondió. Solo me miró con esa media sonrisa que me dejaba siempre al borde de la duda.
Permanecio unos segundos callada y me dijo:
-- ¿Has oído hablar de la Chichi?
-- ¡No!
—La Chichi es como la Revolución: hermosa al principio, mutilada por dentro, y sobreviviendo gracias a su ingenio. Tú solo mírala a los ojos. El bueno, claro. Ese todavía brilla.
—¿Y por qué dices que la Chichi era la niña mimada de Fidel? —le pregunté con el ceño medio fruncido, más por curiosidad que por juicio.
Junia me miró rápido, como quien evalúa si conviene decir más de la cuenta.
—Por las medallas, chico. Por lo que ganó. Porque puso a Cuba bien alto. Porque salía en los periódicos y en los discursos. Porque representaba la Revolución, la gloria del músculo y del pueblo. Pero eso no quiere decir que Fidel tuviese algo con ella, si es lo que estás pensando.
Se quedó callada un segundo. Luego agregó con media risa, como quien suelta una moneda al aire:
—Bueno… eso tampoco lo sé.
Volví la vista hacia la ventana del coche. El aire de Guanabo traía sal y olor a gasolina vieja. Pasábamos frente a urbanizaciones que no aparecían en los documentales. Casas grandes, con columnas pintadas, jardines recortados con esmero, palmeras que bailaban suaves con el viento del mar, y piscinas como espejos de otro mundo. Algunas tenían jacuzzis, otras terrazas de mármol. Un edén que no salía en las postales del hambre.
—Qué casas más preciosas hay aquí —comenté casi sin pensar—. Luego dicen que en Cuba se vive mal.
Junia soltó una carcajada breve, con un dejo de ironía.
—Tú estás viendo la Cuba millonaria, mi amor. La Cuba de los generales y coroneles que ahora son empresarios. Ellos no hacen colas. Ellos tienen tiendas privadas, cuentas fuera y negocios muy buenos… con gente de tu país.
—¿De España?
—Del País Vasco.
Eso me descolocó. La miré de reojo, pero Junia seguía tranquila, como quien habla del clima.
—¿Tú conoces a alguno? —le pregunté.
—Claro. En la noche nos conocemos todos. Y lo bueno que tiene la noche —dijo tocándose los labios como si sellara un secreto— es que todos los gatos son pardos.
Y después, con una risita que era rayo y caricia a la vez:
—¡Ay, mi corazón!
Sonó el smartphone de Junia. Lo miró y vio un número. Se levantó con rapidez, como si la distancia física pudiera darle privacidad. Hablaba bajo, con tono cómplice. Oí algo como: “Tengo que hablar con Iyuma para ver si quiere ir a la fiesta. ¿Quiénes estarán? ¿Los de siempre?” La voz le temblaba entre la emoción y una pizca de nervios. Después de un rato, colgó y regresó a mi lado con una sonrisa que anunciaba sorpresa.
—Estamos invitados a una fiesta especial —dijo—. No cualquier fiesta. Una con la IESE cubana.
—¿La qué?
—La IESE —repitió—. Es como decir VIP, tú sabes, very important people, pero aquí le pusimos ese nombre, a lo cubano. La "yerse". Mujeres que se mueven entre lo alto: militares, extranjeros con billetes, políticos… y también alguna que otra leyenda.
—¿Leyenda como quién?
—Como la Chichi.
—¿Esa es la olímpica?
—Esa misma. Fue la niña de los ojos de Fidel. Campeona de los cien metros. Piernas largas, piel de ébano tallada en fuego y disciplina. Pero la vida le jugó sucio. Su marido, enfermo de celos, le tiró ácido a la cara. Le desfiguró un lado del rostro. Pero mírala bien: aún impone. Nada ocho kilómetros al día, tiene un gimnasio con equipos que le mandan desde Miami. Vive en un chalé con piscina, donde organiza fiestas que solo unos pocos conocen. Viene gente con dinero de verdad: franceses, italianos, suizos con cuentas offshore… y algunos de tu país.
—¿De España?
—Del País Vasco. Aquí en la noche todos nos conocemos. Y como decía tu abuelo, arreos somos y por el camino nos veremos.
—¿Y qué se hace en esas fiestas?
—Ya sabes… se bebe, se baila, se ve y se deja ver. Y claro, hay mujeres. Muchas mujeres.
—Pero yo no bebo —le dije—. Y tampoco me interesan otras mujeres. Me gustas tú.
Ella me miró, divertida.
—Eso dices ahora. Pero tú tienes la mirada de los yumas.
—¿Los qué?
—Los yumas. Así les decimos aquí a los extranjeros como tú. Cuando pisan Cuba, pisan distinto. Se creen que vienen a elegir, pero a veces somos nosotras las que los elegimos a ustedes.
Me quedé en silencio. Afuera, las palmas se mecían con un viento tibio que olía a mar y a noche que apenas comenzaba.
Junia parecía inquieta, pero cuando su teléfono sonó nuevamente, hizo una pausa antes de responder. La conversación fue breve, pero vi que algo en su tono cambiaba. Colgó el teléfono con un suspiro.
—Te tengo una sorpresa —dijo, acercándose a mí con una sonrisa cómplice.
—Estamos invitados a una fiesta de la IESE. Y allí, en ese lugar, hay un gimnasio completo, con los mejores aparatos.
—¿Una fiesta en un gimnasio? ¿Y qué tiene eso de especial?
—La fiesta la organiza la Chichi —contestó, con una sonrisa que sugería que esa mujer tenía algo más que fama.
—¿La Chichi? ¿La famosa atleta olímpica? —pregunté, confundido.
—Esa misma. Fue campeona de los cien metros. Piernas largas, piel de ébano tallada en fuego y disciplina, un hemisferio perfecto recibiéndose al culo trasero, precioso, cintura estrecha… y aún tiene abdominales de hierro. Nada ocho kilómetros al día y tiene un gimnasio en su casa, con todo lo que imagines, gracias a los contactos que tiene. La Chichi es conocida por todos los lugares importantes, sobre todo por los que tienen dinero, como esos suizos y franceses que frecuentan sus fiestas.
—¿Y tú por qué sabes tanto de ella? —le pregunté, curioso.
—Ay, mi hijo… porque aquí en Cuba nos fuimos conociendo todos. Porque hay un dicho español que decía mi abuelo: arreos somos, y por el camino nos veremos.
... Continúa el relato...
Me quedé en silencio un momento, buscando las palabras. El recuerdo de aquellos días, de las noches sin dormir, de la constante sensación de estar observado, seguía pesando en mi mente.
—Bueno... —dije finalmente, volviendo a mirar a Junia—. La cosa no quedó ahí. No era solo el desgaste político o la desilusión. Cuando las amenazas empezaron a volverse más directas, el partido decidió que necesitaba protección. No podía salir a la calle sin pensar que en cualquier momento podría pasar algo. Así que me pusieron seguridad, guardaespaldas. Uno de ellos, un hombre alto, con cara de pocos amigos, siempre estaba detrás de mí, siguiéndome a todas partes, como si estuviera siendo cazado.
Junia frunció el ceño, como si intentara imaginar lo que yo había vivido. No sé si logró entender del todo lo que significaba tener que vivir así, pero había algo en su mirada que me decía que sí lo intuía.
—¿Y cómo lo llevaste, Antonio? ¿Cómo se vive así, con esa constante amenaza en el aire?
Su pregunta era directa, pero yo no estaba seguro de cómo responder. Al principio, la protección me dio un falso sentido de seguridad. Pero con el tiempo, empecé a sentir que estaba más atrapado que nunca. Tener guardaespaldas no era como tener amigos. No era alguien con quien compartir una conversación tranquila, alguien con quien desconectar de todo eso. Era una sombra, siempre presente, siempre vigilante, pero sin humanidad.
—Al principio, me dio una sensación de calma, de que al menos podría seguir haciendo lo que tenía que hacer sin tener que mirar constantemente por encima del hombro. Pero con el tiempo, me di cuenta de que estaba encerrado en una cárcel de lujo. Ya no podía ser yo mismo, ya no podía caminar por las calles como lo hacía antes. Cada gesto, cada palabra que salía de mi boca, podía ser interpretada de una forma equivocada. La gente empezó a mirarme con desconfianza, y yo... yo ya no sabía si estaba haciendo lo correcto.
Junia me miraba con una mezcla de sorpresa y empatía. Sabía que esas palabras no eran fáciles de decir, pero algo dentro de mí necesitaba liberarse.
—No era solo la amenaza de ETA, Junia. Era también la constante presión de vivir en una ciudad donde todo estaba dividido, donde cada paso que dabas podía ser interpretado como un acto de guerra. Y al final, todo eso... me desgastó. Me hizo sentir que perdía mi esencia. Por eso, decidí dar un paso atrás, huir, aunque no supiera exactamente hacia dónde.
Me quedó un largo suspiro. Junia no dijo nada, pero su mano rozó la mía, un gesto simple, pero que de alguna manera me reconfortaba.
—Lo que pasa, Antonio, es que a veces no sabemos hacia dónde nos lleva la vida. Buscamos respuestas en el lugar equivocado. Yo también he estado huyendo. No solo de mi pasado, sino de mi propio miedo.
La brisa del atardecer seguía acariciando el porche, como si todo lo que compartíamos entre nosotros hubiera quedado suspendido en ese instante, a la espera de una respuesta, una nueva revelación.
Verdaderamente, entre Junia y yo estaba naciendo un vínculo especial, un lazo íntimo que iba más allá de la simple coincidencia de compartir una casa o una charla al atardecer. Era algo más profundo, más visceral. Estábamos desnudándonos, no con el cuerpo, sino con el alma. Uno al otro. ¿Quién eres tú, Junia? ¿Quién fui yo? ¿Quiénes somos ahora, sentados aquí, entre palmas y brisa, preguntándonos qué será de nosotros?
Nos confesábamos como si el tiempo se hubiera detenido. Cada palabra era un paso más hacia un terreno compartido, desconocido pero acogedor. Yo hablaba, ella escuchaba. Luego ella hablaba, y yo me sumergía en su voz, en su historia, como si fuera una canción antigua que me resultaba extrañamente familiar.
Y mientras tanto, allá abajo, el mar Caribe, ese cómplice silencioso, lamía la arena con su murmullo incesante. Buenago tenía ese don: hacer que hasta el rumor de las olas se convirtiera en música para los que se atrevían a abrirse el pecho. Nuestras voces se cruzaban con esa melodía de fondo, y por momentos, el mundo parecía reducido a ese porche, a esa conversación, a esa química poderosa que nos envolvía.
Porque sí, había química. Una atracción invisible y constante, como un imán buscando su hierro. Y nosotros, tan distintos y a la vez tan parecidos, empezábamos a aceptar que quizá —solo quizá— no era casualidad estar allí, sentados bajo el cielo cálido de Cuba, diciéndonos las verdades que jamás dijimos a nadie.
Era un principio. El principio de algo.
Desarrollo en el capítulo 6
Capítulo 6: La infancia herida de Junia
La brisa suave del Caribe peinaba las hojas del almendro que se alzaba junto al porche. Junia se había sentado en el escalón más bajo, descalza, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada fija en la nada. Yo me acomodé a su lado, sintiendo que aquella noche no era como las otras. Había una electricidad silenciosa, algo que flotaba entre los dos.
—Yo también sé lo que es sufrir, Antonio —dijo de repente, sin mirarme—. Sé lo que es vivir con miedo. Y con rabia.
Me giré hacia ella, pero no dije nada. Solo esperé. Junia tenía esa forma de hablar que no necesitaba permiso para atravesarte.
—Mis padres se separaron cuando yo tenía trece años y mi hermana doce. Nos llevamos solo quince meses. Íbamos juntas a la escuela… pero en aquella época, en mi barrio, ser hija de padres separados era como llevar una marca en la frente.
Respiró hondo. No había lágrimas en sus ojos, pero su voz tenía un filo que cortaba.
—Las niñas se burlaban de nosotras. Mi hermana, que era más callada, más dulce, lo aguantaba todo en silencio. Yo no. A mí me hervía la sangre. Yo me defendía, Antonio… a golpes.
Me imaginé a aquella niña morena, con los puños apretados, empujando a las burlonas en el patio polvoriento. Vi su fuerza, su fuego.
—Una vez le robé huevos a mi madre. Y cuando pasé frente a la casa donde vivía mi padre con su nueva mujer… los lancé con toda mi rabia. A esa mujer la odiaba sin saber por qué exactamente. Solo sentía que nos había robado algo.
Hizo una pausa. Luego se giró lentamente hacia mí. Sus ojos brillaban, oscuros, como si en el fondo aún quedaran rescoldos de esa niña herida.
—Desde entonces aprendí a no confiar, Antonio. A no esperar nada de nadie. Pero contigo… —calló de nuevo—. Contigo siento que quizás… quizás pueda contar mi historia sin sentir vergüenza.
Yo no supe qué decir. Solo extendí mi mano y la puse sobre la suya. Y así, en silencio, bajo el murmullo del mar, su historia se quedó dentro de mí.
Junia levantó la cabeza lentamente. Me miró de nuevo, pero ahora sus ojos brillaban de una forma distinta. No había ya en ellos solo ansiedad o deseo, sino un destello de calma. De aceptación. Como si mis palabras le hubiesen devuelto algo que creía perdido: la esperanza.
—Entonces —susurró—, vamos a intentar vivir esto. Aunque sea difícil. Aunque nos duela. Aunque el mundo nos lo ponga en contra. Pero vamos a vivirlo. Porque lo que no se vive, se pudre por dentro.
Me besó. No fue un beso impetuoso, ni carnal. Fue un beso de alianza. Un pacto silencioso entre dos soledades que se habían encontrado y no querían soltarse.
Después nos quedamos en silencio, sentados en el porche, oyendo cómo las hojas de los almendros temblaban con la brisa y cómo un perro ladraba a lo lejos. Ella apoyó su cabeza en mi hombro. Yo le pasé el brazo por la espalda. Y así nos quedamos un largo rato, sin hablar, sin pensar, simplemente existiendo el uno junto al otro.
Cuando ya la noche se echó del todo, Junia se incorporó con una sonrisa suave.
—Antonio... ven, vamos dentro. Pero esta noche no quiero sexo. Esta noche solo quiero dormir contigo, abrazada. Como cuando uno vuelve a casa después de mucho tiempo y por fin puede descansar.
Le tomé la mano y entramos juntos. La habitación estaba en penumbra. Cerramos la puerta y el mundo quedó fuera.
Nos metimos en la cama y ella se acurrucó contra mí, metiendo los pies entre los míos, buscando ese calor humano que no se compra ni se finge. Su espalda encajaba en mi pecho como una pieza en su hueco exacto. La abracé por la cintura, sintiendo su respiración, su latido, su paz.
—¿Te han abrazado así antes? —le susurré al oído.
—Sí… pero nunca así —me respondió sin pensarlo mucho—. Porque ahora no tengo miedo. Porque ahora siento que estoy donde debo estar.
Apoyó su mano sobre la mía, y dejó escapar un suspiro leve, como si soltara al fin el peso de todas las noches vacías que había pasado sola, o en brazos ajenos sin alma.
La noche transcurrió como un río sereno. A veces despertábamos unos segundos, cambiábamos de postura, nos buscábamos de nuevo, y volvíamos a dormir, sabiendo que el otro seguía ahí. Fue una noche sin sobresaltos. Una noche de hogar.
Al amanecer, cuando la luz empezó a filtrarse por las rendijas de las persianas, Junia se giró, me miró con los ojos todavía entrecerrados y me dijo:
—Así sí se puede vivir, Antonio.
Y yo no supe qué responder. Solo la abracé más fuerte.
La Jinetera y Yo – Capítulo: “La despedida”
Nos despedimos con la solemnidad de los que saben que no podrán ayudarse. El cónsul me ofreció una sonrisa medida, profesional, demasiado joven para entender el miedo profundo, ese que no se ve, pero se pega al alma como sudor frío. Su melena larga, bien cuidada, parecía más apropiada para un desfile que para un despacho diplomático. Yo lo miraba y pensaba que no era él el que debía estar allí, entre papeles y expedientes de sombras.
El comisario, en cambio, tenía rostro de guerra, de guerra sucia, de haber caminado los pasillos húmedos de alguna comisaría en Bilbao o en Intxaurrondo. Sabía quién era yo sin necesidad de que yo se lo explicara. Conocía el peso de las amenazas y también el de los silencios oficiales.
—Antonio, tranquilo —me dijo el comisario, usando mi nombre sin que yo se lo hubiese dado—. Aquí no va a pasar nada.
Pero el problema era precisamente ese: que no pasaba nada. Ni papel, ni firma, ni sello. Nada que mostrara a un policía cubano si me paraban. Nada que poner entre mi piel y su mano. No se me concedió iniciar trámite alguno de asilo. Me explicaron que España no contemplaba esas situaciones para sus ciudadanos perseguidos por ETA, y que Cuba no concedía asilo político a españoles, salvo a aquellos, claro, que alguna vez empuñaron una pistola contra el Estado. A esos sí: les abría las puertas, les daba casas, negocios, familia nueva.
Nos dimos la mano. El comisario me la apretó fuerte. Tal vez como advertencia. Tal vez como reconocimiento. Y salí de allí con la misma vulnerabilidad con la que entré, pero ahora confirmada oficialmente.
Hubo alguna reunión más, ya menos tensa. Temas administrativos. Gestiones para la Ley de Memoria Democrática, antes llamada Ley de Memoria Histórica. Papeles para familiares que, como yo, habían sido lanzados al Atlántico por la historia, buscando volver a un país que no sabía si aún era suyo.
Y luego vino la decisión: huir hacia lo profundo. Lejos del Malecón, de las miradas, del cemento caliente de La Habana. Juni y yo partimos a su pueblo natal, a Venezuela de Ciego de Ávila. Sonaba a ironía tropical: Venezuela dentro de Cuba. Pero allí, entre marabú y recuerdos, ella tenía familia. Y yo también.
Ya los conocía. Ya me habían abrazado con la efusividad de los que no creen en las fronteras. La tierra roja, la caña de azúcar, los patios con gallinas, me recordaban algo anterior a todo. Quizá la paz.
Pero la paz en Cuba, como en mi vida, era solo un intermedio entre dos sobresaltos.
Capítulo VII – La sangre y el silencio
Durante nuestras noches en Guanabo, nos alojábamos en una casa de turistas con estructura de chalé, administrada por una mujer cubana, nieta de españoles, que hablaba con acento dulce y porte discreto. Sus abuelos habían emigrado desde Asturias, y en los objetos del hogar —una vajilla antigua, un retrato desvaído, el modo de servir el café— sobrevivía algo de aquel mundo perdido. La casa era fresca, acogedora, con un pequeño jardín, y tenía algo de refugio, algo de isla dentro de la isla. Ella nos atendía con una calidez sencilla, sin preguntas, con la dignidad de quien sabe que en su casa circulan muchas vidas que no le pertenecen.
La mañana nos sorprendió con los trinos atrevidos de unos pájaros que parecían arrastrar trineos invisibles por el cielo. Nos despertaron antes de lo previsto. Habíamos dormido simplemente con una sábana, y aun así el calor la volvía innecesaria. Junia estaba completamente desnuda, al igual que yo. Su cuerpo yacía extendido, entre el descanso y la tensión, como si dentro de ella algo se gestara o se negara a hacerlo.
Desde hacía días venía insinuando que no le bajaba la regla. Lo decía con un tono entre ingenuo y retador, como si esperara que dijera algo, como si una parte de ella quisiera creer que nuestro amor había dejado una huella biológica, tangible. Ella, que había abortado tantas veces, hablaba ahora de una esperanza. Pero yo callaba. No por indiferencia, sino porque sabía que no podía ser. Años atrás me había sometido a una vasectomía. Mis conductos estaban vacíos de semilla. En su vientre no podía haber vida mía.
Se levantó despacio, tocándose el bajo vientre, y fue al baño. Se abrió de piernas. Entonces cayó un cuajarón oscuro, seguido por un hilo de sangre. Se quedó unos segundos en silencio, mirando hacia el vacío, como quien contempla el fin de una ilusión. Luego me miró, como preguntando sin palabras: “¿por qué?”. Y yo, aún, no le había hablado de mi infertilidad.
¿Quién entonces había sembrado esa breve vida? No yo. Otro. Uno más en la historia que ella vivía entre turistas, promesas y huídas. Otro dentro del circo de su existencia, dentro de su papel de mujer que buscaba escapar a toda costa, incluso vendiendo su cuerpo y hipotecando su alma. Porque Junia no era solo ella. Era todas las que habían sobrevivido haciendo equilibrio sobre el alambre del deseo ajeno. Era actriz, equilibrista, rehén y dueña de su propio teatro.
Y yo, en silencio, observaba. Estéril. Exiliado también de aquella esperanza que nunca me perteneció.
Junia permaneció en silencio. El techo seguía recibiendo su mirada, como si allí estuviera escrito algo que solo ella podía leer. Me acerqué un poco más, temiendo que se desvaneciera, no solo en cuerpo, sino también en espíritu. Pero entonces habló. Y su voz, ronca por el esfuerzo y la pena, fue como una hebra rota que intenta volver a tejerse.
—Yo lo sabía —dijo, sin mirarme—. Lo supe, o algo dentro de mí me lo decía. Porque tú eres distinto. Eres tierno, pero callas demasiado. Y los hombres así… los que no pelean por un hijo, suelen saber que no hay tal hijo.
Se incorporó lentamente. Tenía el rostro pálido, los labios resecos, y sin embargo, una dignidad antigua le sostenía la espalda, como si viniera de un linaje de mujeres que han aprendido a resistir sin necesitar más que su propio cuerpo.
—No me lo dijiste antes, y eso duele —continuó—. No porque creyera que íbamos a formar una familia, yo ya no creo en esas cosas… Pero me hubiese gustado que confiaras en mí. Aunque sea un poco. Aunque solo fuera para no hacerme ilusiones.
Hizo una pausa. Me miró, ahora sí. Sus ojos tenían una ternura resignada, como si me estuviera perdonando desde un lugar muy lejos de mí.
—Ese niño… ni siquiera sé si era un niño. Era una posibilidad. Una excusa. Tal vez una mentira que yo misma me creí. ¿Sabes? Cuando una mujer vive en esta isla vendiéndose, llega un punto que necesita creer que algo puro puede brotar de todo este lodo. Aunque sea por accidente. Aunque sea por error.
Se levantó, tambaleándose, y buscó una sábana limpia. La envolvió con torpeza alrededor de su cuerpo, mientras yo seguía en la cama, sin saber si tenía derecho a tocarla.
—Y no te preocupes, Antonio —dijo finalmente, con una media sonrisa que dolía más que cualquier lágrima—. Cuando te vayas, claro que vendrá otro. ¿Qué creías? Aquí, o se sobrevive… o se muere. Y yo no tengo planes de morirme.
Se fue al baño sin cerrar la puerta. La ducha empezó a sonar. El agua caía como una lluvia que no limpia, sino que recuerda.
Yo me quedé allí, sintiéndome más estéril que nunca.
—¿Quieres que avise a la doctora? —preguntó Junia, con el rostro pálido y una expresión de debilidad sincera.
Fui yo quien lo había propuesto. Me preocupaba verla así, mareada y con esa pérdida de sangre que la dejaba temblorosa. Pensé en la doctora del consultorio local, aquella que unos días antes me había atendido a mí, cuando sufrí un fuerte cuadro de vómitos y diarreas. La clásica enfermedad del turista, que no perdona estómagos vírgenes ante la flora cubana. Ella me había tratado con eficacia, y con dulzura.
Nos habíamos caído bien. En el cumpleaños de su hijo, incluso le regalé unas deportivas. Era jefa de zona, doctora reconocida, y sin embargo no tenía dinero para comprarle unas simples zapatillas a su hijo de ocho años. Aquel gesto pequeño nos había unido. Por eso ahora pensé en ella, porque sabía que acudiría sin hacer preguntas, sin juzgar a Junia.
—Voy yo —le dije—. Traigo a la doctora ahora mismo.
—No, Antonio, no por favor —me detuvo con voz serena—. Ya me voy a recuperar. Dame el bolso.
Le pasé su capazo de playa. Hurgó entre cosas desordenadas hasta encontrar unas pastillas sin etiqueta.
—¿Qué son esas pastillas?
—No es nada. Para la jaqueca —me dijo—. A veces me da muy fuerte y las necesito. Ya verás, en media hora estaré como nueva.
No insistí más. Al cabo del tiempo, cuando dijo sentirse mejor, subimos al coche y nos lanzamos rumbo a Varadero. La costa cubana se extendía ante nosotros como un paisaje detenido en el tiempo. Los balancines chinos seguían allí, clavados como monumentos al fracaso, intentando sacar petróleo de una tierra agotada. Me parecieron molinos tristes, ecos del delirio quijotesco, repitiendo el mismo gesto inútil una y otra vez.
Entonces paré el coche. Arjona sonaba de fondo. Me giré hacia ella, la tomé entre mis brazos. La besé. Fue un beso largo, sin cálculo. Solo verdad. Como si ese contacto, esa ternura ardiente, pudiera restañar la herida invisible de la mañana. La abracé como si pudiera impedir que el mundo girara. Como si pudiera quedarme con ella más allá del calor, de la mentira, de los fantasmas.
Y mientras sentía su cuerpo fundido al mío, pensé: ¿será Junia la araña? ¿Y yo la mosca que ha caído sin saberlo en su telaraña invisible?
Seguimos charlando tan amablemente, con esa cadencia entre la confianza y el deseo que solo puede surgir en lugares donde la música y el calor te ablandan la coraza. Entre Yasnai y yo parecía surgir una chispa de complicidad, algo extraño, casi inevitable. Había en ella una mezcla de dulzura y desgarro, como si cada palabra suya viniera desde muy lejos, cruzando lutos y esperanzas.
—Mi madre murió hace tres años —me dijo—. Está enterrada en Guantánamo. Quiero volver a verla. Bueno, a su tumba.
Me lo dijo como quien lanza un anzuelo, a ver si uno muerde.
—Desde aquí hasta allá hay un buen trecho —le dije, sonriendo—. De la punta de Guanabo hasta la punta de Guantánamo. Todo empieza con G, como si el viaje ya estuviera escrito.
Me miró con picardía. —Tal vez me lleves algún día.
Quedamos en silencio un instante. Luego me preguntó:
—¿Conoces la Zona Cero?
Negué con la cabeza. —¿Zona Cero? ¿Eso qué es? ¿Una base militar? ¿Un lugar del cataclismo?
Ella se rió.
—No, chico. Es donde vive Fidel. Una mansión tremenda. Allí también viven algunos invitados internacionales, los amigos de la revolución. Es como un resort secreto, pero solo para los que están "en la línea". Tienen mujeres, piscinas, ron del bueno, comida que ni sueñas... placer a la carta.
—¿Y tú cómo sabes eso? Se supone que esas cosas no se cuentan...
—Por Dios, Antonio, no seas ingenuo. Yo tengo 21 años pero ya he visto de todo. Y con este cuerpo y esta forma de ser me he hecho amiga de gente importante. Cubanos y extranjeros.
La miré más de cerca. Había algo en su mirada que no era ingenuo ni temeroso. Era como si hablara desde el borde de un secreto que ya no le pesaba.
—¿Y tú también eres una de esas flores al borde de la carretera... como decía aquel poeta cubano?
Sonrió sin vergüenza.
—Sí. Pero también trabajo en una boutique de divisas durante el día. Por la noche me disfrazo de princesita y me voy a alternar. Hay que sobrevivir. ¿No te ha llevado Junia por los lugares buenos de la IES?
—No. Aún no me ha presentado ese lado de La Habana.
—Dile que te lleve. Te van a gustar. Son sitios para gente que tiene dólares. Ahí la revolución es otra cosa.
Se tomó un trago corto y continuó:
—¿Tú conoces a un olímpico que ganó varias medallas? Mide casi dos metros, campeón en varias olimpiadas...
—¿En serio? ¿Amigo tuyo?
—Sí. Te lo voy a presentar. Me dijo que le encanta hablar con gente que hace deporte.
Sabía que yo hacía deporte porque ya lo habíamos hablado, aunque también creo que me había estado escaneando desde el primer minuto. Yo también la había observado. Esas piernas largas, nerviosas, bien torneadas... Le pregunté si había sido atleta.
—En la escuela fui campeona. A los 14 años competía en tres colegios. Siempre me gustó correr. Me hacía sentir libre.
Nos miramos un instante. Me pareció que, en esa frase, había dicho mucho más que lo que las palabras podían abarcar.
La miré con un punto de atrevimiento que ya no sabía si nacía del ron o del fuego que Yasnai encendía sin proponérselo.
—¿Sabes, Yasnai? Me gustaría conocer la Zona Cero. La verdadera. La de Fidel.
Se rió, como si hubiera escuchado una locura más de algún extranjero con sueños de grandeza.
—¿Tú quieres conocer la Zona Cero? Muchacho, eso está un poquito más allá de La Habana. Antes pertenecía a la misma ciudad, pero ahora es una zona especial, aparte, casi intocable.
—¿Y tú sabes llegar?
—Claro que sé llegar. Pero... ¿para qué quieres ir?
—Bueno —le dije, bajando un poco la voz como si estuviera revelando un secreto íntimo—, me gustaría tratar de hablar con Fidel.
Se echó a reír con ganas, pero al ver que yo no sonreía, se quedó callada, entre desconcertada y curiosa.
—¿Hablar tú con Fidel? ¿Y de qué vas a hablar con Fidel?
—No es lo que crees. Yo no soy político. Soy genealogista... bueno, aficionado, pero serio. Y precisamente un colega mío de Lugo, también genealogista, ha reunido todo el árbol genealógico de Fidel. Lo va a publicar pronto en un libro.
—¿Árbol genealógico? ¿De Fidel?
—Sí, su padre, como sabes, era gallego. Pero gallego de verdad, de Lugo, como mi familia. Y resulta que, por parte de los Pombo, nuestras ramas se cruzan. Así que en cierto modo... quién sabe. Igual hasta somos primos lejanos.
Yasnai me miró con los ojos entrecerrados. Ya no se reía.
—¿Tú estás hablando en serio?
—Muy en serio. Quisiera, si pudiera, entregarle a Fidel una copia de esa genealogía. Decirle que el libro está por salir. Estoy seguro de que él sigue el trabajo de mi colega. A Fidel le gusta la historia, y mucho más si habla de él mismo.
Me quedé un instante en silencio y luego añadí, casi como una confidencia final:
—Además, una parte de mi linaje entronca con los Castro de Láncara. Hay lazos. No me interesa el poder ni la gloria. Me interesa la sangre, la historia, la raíz.
Yasnai me observó en silencio, como si en ese momento no supiera si yo era un loco excéntrico, un romántico incurable... o un descendiente improbable del Comandante.
—Estás más loco de lo que pareces —me dijo al fin—. Pero eso me gusta.
Capítulo: Visita nocturna
La hija de mi prima nos recibió con cariño. Su piso era humilde pero digno. Nos preparó una comida rápida, criolla, con ese sabor casero que mezcla el arroz, el ajo, un poco de grasa y un mucho de voluntad. Después nos enseñó el cuarto: cambió las sábanas con cuidado, abrió la ventana para que entrara algo de frescor y sacudió el aire cargado del día. Nos echamos a dormir con el cuerpo todavía lleno de carretera y sal, de calor y silencio.
Y entonces, entre las tres y las cuatro de la madrugada, sonó el timbre. Un timbrazo seco, cortante, como un disparo de aviso. Me desperté en sobresalto. Yumireishi —la hija de mi prima— se levantó de inmediato, y desde la cama escuché voces de hombre. No voces cualquiera: voces con autoridad. Con ese tono que no pregunta, que ordena.
Al poco rato entró presurosa en nuestro cuarto, pálida, los ojos desorbitados.
—Vístanse. Está aquí la policía. Y un coronel. Y el inspector jefe de Extranjería —dijo, casi sin aliento.
Sentí una oleada de calor en la nuca. Junia me miró, asustada. Nos vestimos sin hablar, como si supiéramos que cualquier palabra podría empeorar las cosas. Al salir al salón, vimos dos uniformados y un hombre de civil con cara de pocos amigos. El coronel nos pidió los pasaportes. El inspector, con tono marcial, anunció:
—Tienen que acompañarnos a la estación de policía de Venezuela para tomarles declaración.
No hubo espacio para negociar. La madrugada nos tragó sin previo aviso. La hospitalidad se volvió papel sellado. El descanso, sospecha. Y una vez más, Cuba me recordaba que en la isla, hasta el sueño puede ser interrumpido por la revolución.
Capítulo: El Coronel y el Custodio
—¿A qué se dedica usted, señor Valcárcel? —preguntó el coronel, sin apartar la vista de su carpeta, como si ya supiera la respuesta y solo esperara cazarme en una contradicción.
—Señor coronel —dije con firmeza—, soy Jefe de Seguridad y Director de Seguridad, acreditado por el Ministerio del Interior de España.
—Ah, o sea que es usted una especie de inspector jefe, o comisario, ¿no?
—No exactamente, señor coronel. Yo no soy funcionario. Pertenezco al ámbito privado. Fundé una empresa de seguridad. Y tengo las credenciales oficiales para portar armas, dirigir operaciones especiales y coordinar al personal autorizado, como los vigilantes jurados.
El coronel levantó una ceja con leve asombro.
—Aquí también tenemos seguridad privada —dijo—, aunque casi siempre está manejada por oficiales del ejército. Coroneles, incluso generales retirados. ¿Ha oído hablar de los custodios?
—Sí —asentí—. Me he fijado. Algunos trabajan en locales públicos, bares, centros comerciales…
—Esos son los visibles. Pero los que manejan la verdadera seguridad —prosiguió— son los que trabajan en bancos, entidades estatales delicadas. Están integrados con la policía y el ejército. La diferencia es que aquí todo está más… centralizado.
—Lo entiendo, señor coronel.
Hubo un silencio seco, como un corte limpio.
—Bueno —dijo finalmente—, no encuentro motivos para retenerlo más tiempo. Sin embargo, su pariente deberá hacer frente a la sanción correspondiente por haberle alojado sin la debida autorización del Ministerio.
—Señor coronel —repliqué—, la presidenta de la vivienda es la hermana de Junia. La misma a la que usted acaba de interrogar.
El coronel alzó la voz, sin necesidad.
—¡Lo sé! No hace falta que me lo recuerde. Usted tenía que haber sido responsable. Espero que no dirija su empresa como se ha comportado aquí, sin respetar las leyes del país que lo acoge.
—Entiendo, mi coronel. ¿Qué debo hacer ahora? ¿Puedo retirarme?
—No tan rápido. Primero debe firmar este documento. Y le recomiendo —me dijo con un tono entre amenaza y advertencia— que indique que fue tratado con corrección. Cuanto más favorable, mejor para usted. Aun así, le repito: si vuelve a cometer una falta, se le negará la entrada a Cuba.
Extendió el papel y me ofreció una pluma.
Yo firmé. No era el momento de discutir semánticas.
Mientras recogía mis cosas, añadió con un matiz curioso:
—Ah, por cierto… ¿sabe usted de algo que haya llegado de Madrid a La Habana últimamente?
—¿A qué se refiere, señor coronel?
—Ya sabe… algo importante. Algo nuevo.
—No tengo idea —respondí sinceramente.
Su rostro no delató emoción alguna. Solo asintió, enigmático, como si la conversación no hubiera terminado.
Pero me dejaron ir.
Capítulo: El Coronel y la Verdad Cubana
El coronel volvió a enderezarse en su silla metálica, que chirrió como una queja en medio del silencio cargado. Su uniforme estaba impecable, pero el despacho —austero, húmedo, con un ventilador girando perezosamente— dejaba claro que el poder no se medía allí por el confort, sino por la autoridad que encarnaba cada palabra.
—Una última pregunta, señor Valcárcel. Antes de que firme ese documento... —dijo el coronel, deslizando el papel hacia mí con gesto lento, casi ritual—. ¿Usted conoce a un tal Ángel Carromero?
El nombre me sonó ajeno. Lo repetí mentalmente por si en algún rincón de mi memoria sonaba alguna alarma.
—No, señor —respondí—. No conozco a ningún Ángel Carromero. ¿Es cubano?
El coronel entrecerró los ojos, como si midiera el peso de cada una de mis palabras.
—No —dijo, pausadamente—. Es español. Pero uno de esos que vienen aquí a distorsionar... a reunirse con los disidentes, a armarla contra la Revolución. Son contrarrevolucionarios. No son dignos del aire que respiran. Por mí, estarían todos colgados.
Aquellas últimas palabras cayeron como un golpe seco sobre la mesa. Me quedé inmóvil, sintiendo un escalofrío recorrerme el cuello. El coronel no hablaba en metáfora. Su rostro no temblaba, no dudaba. En su Cuba, el enemigo no se discutía, se eliminaba.
—No entiendo —dije con cautela—. Señor coronel, le juro que no tengo ninguna relación con nadie que venga aquí a crear disturbios.
Me miró en silencio, sus ojos oscuros escrutándome como si quisiera leerme el alma. Luego, golpeó la mesa con ambas palmas.
—¡Usted no ha sido... —empezó a decir, y alzó la voz— candidato del Partido Popular en Vizcaya?
El aire de la habitación pareció detenerse. Noté cómo la presión en el pecho me subía hacia la garganta.
—Sí... sí, señor coronel. ¿Cómo sabe usted eso?
Entonces fue como si el gesto le cambiara. Se levantó de su asiento y, con paso firme, rodeó el escritorio. Ya no hablaba con un extranjero confundido; ahora se dirigía a un adversario potencial. Se inclinó levemente, las manos apoyadas sobre el respaldo de mi silla, y me habló al oído, pero con el tono de un discurso de plaza:
—¿Usted se cree... que los cubanos somos idiotas?
El acento caribeño, de repente, se volvió cuchillo.
—Aquí lo sabemos todo. Desde que usted pisó el aeropuerto de La Habana lo tenemos fichado. Sabemos con quién se escribe. Sabemos a qué casa va. Sabemos quién es su mujer, su prima y su puta, y si es la misma persona, también.
Permanecí en silencio. Era como si el suelo se inclinara. El poder de ese hombre no estaba solo en su uniforme, sino en la red invisible que parecía rodearlo todo.
Él no necesitaba pruebas. Le bastaba con las sospechas. Le bastaba con que un extranjero hablara demasiado, amara demasiado, se acercara demasiado.
—Usted, señor Valcárcel, viene aquí con cara de turista, pero no se engañe. Cuba no es un país. Cuba es una fortaleza. Y las fortalezas se defienden.
Se volvió entonces hacia su escritorio, tomó el documento y me lo puso frente a mí.
—Firme. Y escriba usted mismo, en su puño y letra, que fue bien tratado, que las autoridades le informaron de sus derechos y que entiende la gravedad de lo ocurrido.
Tomé el bolígrafo. La tinta parecía más espesa que el aire. Las palabras, más pesadas que nunca. Firmé.
—Puede irse —dijo, sin mirarme—. Pero recuerde bien: si vuelve a violar una norma, no volverá a pisar esta isla. Ni como turista. Ni como esposo. Ni como hombre libre.
Salí de aquella comisaría bajo la luz fría de un amanecer que no tenía color. Y mientras caminaba hacia la casa de Junia, comprendí algo fundamental: en Cuba, la verdad no la dicta la realidad. La dicta el poder.
Capítulo: El peso del silencio
Al salir de la Comisaría de Venezuela, mis pasos eran lentos, casi calculados. El sol caía como plomo sobre la acera, pero el aire se sentía denso, cargado, como si la humedad también espiara. No había tenido tiempo de digerir todo lo que acababa de ocurrir, cuando al doblar la esquina vi que varios hijos de mis primas se acercaban con rostros tensos, los ojos alertas, caminando con paso rápido pero contenido. En Cuba, incluso los más jóvenes saben que hay preguntas que no se hacen en voz alta.
—¿Tío, qué le pasó? —preguntó uno de ellos en un susurro, mirando a un lado y al otro como si temiera que hasta las paredes pudieran oír.
—Nada grave —respondí, esbozando una sonrisa que apenas me salió—. Un malentendido con el visado. Cosas de papeleo.
Sabían que mentía, o al menos que ocultaba parte de la verdad. Pero también sabían que en Cuba a veces lo más prudente es no saber. Porque incluso para un cubano, y más aún siendo extranjero, cualquier desviación del comportamiento esperado puede ser constitutiva de falta grave. Y en un país marcado por una legislación dura, dictatorial, una simple anomalía puede conducirte al Castillo, ese lugar oscuro donde se expían las culpas reales o imaginarias.
Nos miramos en silencio. Uno de los chicos bajó la vista, otro me dio una palmada breve en el hombro. No hacía falta decir más. En Cuba, el silencio también es una forma de amor. Y de protección.
¿Una encerranad
Mi dedo, tembloroso y ligeramente sudoroso, firmaba el último folio frente a mí. La tinta aún fresca se iba secando mientras sentía que algo dentro de mí se endurecía, una presión en el pecho que dificultaba una respiración profunda. No era solo el orgullo herido ni el miedo contenido: era una certeza que empezaba a asomar, lenta pero sólida, acompañada de la insistente pregunta: ¿En qué demonios me he metido? ¿Que demonios tienes Yunia?
Al girar ligeramente el cuello, vi a Junia. Estaba de pie, a unos metros, conversando con un capitán de la policía que no había visto antes durante el interrogatorio. Él sonreía con cierta familiaridad, con un aire de confianza que iba más allá de lo institucional. Escuché, entre palabras sueltas, que aquel oficial era primo suyo por parte de su prima hermana.
Fue un fogonazo. Una punzada. Un presentimiento.
Toda mi mente giró, como una cerradura oxidada forzada por la presión. Recordé cada detalle: la detención repentina, las preguntas específicas sobre mi vinculación política, la dureza del coronel seguida por ese giro súbito tras mencionar al coronel del Estado Mayor, y ahora... Junia, hablando tranquilamente con alguien del cuerpo que me había tenido horas bajo presión.
Me pregunté, casi en silencio, sin que nadie lo oyera salvo yo mismo:
¿Habrá sido todo esto una encerranada?
¿Me usaron? ¿Era yo el extranjero ingenuo enredado en un juego de intereses más grandes, en un teatro de vigilancia donde los vínculos familiares eran cartas marcadas?
Junia me miró un instante. Me sonrió. Pero aquella sonrisa ya no era igual. Había dulzura, sí, pero también una sombra. Y no supe si era compasión… o culpa.
Capítulo 5
UN VIAJE A GUANAHCAIBIDE, PINAR DEL RÍO
En Santa Clara habíamos conseguido una pensión, ya que los familiares no nos podían alojar por cuestiones protocolarias de extranjería. Ellos mismos nos facilitaron el contacto de unos parientes que tenían un pequeño hostal en Villa Clara. Para las dos parejas —Juanito y Yumi Leisy, Junia y yo—, nos hicieron un precio más económico, de familia, con ese tipo de amabilidad que en Cuba nunca sabes si es auténtica, interesada o sencillamente inevitable.
La cena fue generosa: langosta en una salsa espesa, de esas que sólo allí saben hacer, con esa mezcla de ajo, laurel, picante y misterio. En la mesa, además, rebosaban bandejas de fruta tropical: guayabas, mangos, mamoncillos. La atmósfera estaba cargada de calor lento, de conversación a media voz y de promesas sin forma.
Tras la cena, la señora del hostal —una mujer seca pero no antipática, con una mirada que parecía haber visto más de lo que decía— nos habló de Guanahcaibide, allá al final del río. Nos dijo que teníamos que ir, que allí fue el desembarco de Ghana, en la zona de Zapata. Lo dijo como si lo hubiera presenciado. Luego se retiró, y nosotros nos quedamos hablando de la excursión, planeando el día siguiente.
Esa noche, en la habitación con Junia, todo tenía una calma inquietante. Las sábanas almidonadas eran suaves, el aire acondicionado zumbaba con un ritmo constante y exacto, sin exagerar. Dos cuerpos juntos, con la piel aún cálida por el viaje, por la cena, por algo más. Junia me abrazó, se acomodó contra mi pecho. Yo estaba allí, en silencio, acariciando mi cadena de oro de 18 quilates, de 120 gramos, regalo de mi exmujer. Pasaba los dedos como si rezara, como si contara los misterios de un rosario que sólo yo conocía.
Y entonces noté sus dedos también. Al principio, como quien juega, como quien se aferra al tacto de lo ajeno con inocencia. Pero algo en el gesto —la repetición, la insistencia con que tanteaba la cadena— me hizo pensar que no era sólo caricia.
Y sin embargo, era inútil. Aquella cadena no tenía broche. Era una sola pieza, cerrada en sí misma, imposible de abrir sin herramientas. Su tacto se volvía entonces más inquietante: no estaba buscando cómo quitarla. Estaba tanteando el límite. Como quien tantea una cerradura sabiendo que no hay llave. Como quien tantea a una persona para medir hasta dónde puede poseerla.
Entonces lo entendí: no quería el oro, o no sólo eso. Quería saber si era posible que yo cediera.
El pensamiento me invadió como un flash: no se trataba del valor de la cadena, sino del valor del gesto. Y me invadió una duda más profunda. ¿Quién era Junia, realmente? ¿Cuánto de lo que mostraba era deseo? ¿Y cuánto, necesidad? ¿Cuánto de ternura, y cuánto de cálculo?
No me aparté. No dije nada. Pero mi cuerpo, sin querer, se tensó. Ella seguía allí, dormida o fingiendo dormir, respirando con calma. Yo, mientras tanto, ya no estaba del todo en la cama. Mi mente estaba de vuelta en Euskadi, con la mujer que me la regaló. Con el día que me la puso por primera vez. Con las advertencias no dichas.
Y me sentí, por primera vez en esa isla, desnudo bajo el oro.
Al amanecer, me levanté antes que los demás. Junia dormía con una mano extendida hacia el hueco donde había estado yo. La cadena seguía en mi cuello. El día entraba por las rendijas con una luz pálida. Todo seguía igual. Y sin embargo, algo ya había cambiado.
Me sorprendió saber que aquella santera robusta, de mirada opaca y voz grave, era consultada por Fidel Castro. Lo confirmé después, preguntando a algunos familiares en Cuba. Y sí, era cierto.
Me quedé perplejo: ¿cómo es posible que un jefe de Estado, en un régimen socialista, consulte a una santera? ¿Cómo es que decisiones de gobierno pasen por los filtros de lo oculto, lo esotérico, lo espiritual? Pero luego recordé que también en España, en mi infancia, se colgaban ajos al cuello de los niños para el mal de ojo, o se encerraba una lagartija viva en una caña para curar verrugas.
En la santería afrocubana se cruzan los conjuros, los sacrificios, los favores a los espíritus. Hay quien busca curación, hay quien pide que vuelva un amor, y hay quien paga por hacer daño. Uno de los rituales más populares consiste en pasar un huevo fresco de gallina por el cuerpo. Si el huevo queda negro, dicen, es que el mal fue absorbido. Y por tanto, la persona afectada queda libre de toda incidencia negativa que le lastraba.
Despertar en Baradero
Desperté sereno, como si una larga fiebre hubiese cesado. Aquel sueño dulce me dejó la certeza de que lo oscuro se había despegado de mí. Sentí que la santera no había hecho más que liberar algo que estaba atrapado en mi mente. Siempre he pensado que muchos males son eso: jaulas mentales. Y ella, con sus rezos, sus huesos y su danza antigua, me abrió la puerta de la celda. Fue un desbloqueo. Psicológico, sí. Pero real.
Me giré. Y ahí estaba Junia. Dormía al otro lado de la cama, con la espalda vuelta, como si el sueño la hubiera llevado a otro país. Me acerqué despacio. La abracé. Entonces ella despertó de golpe, y sin decir palabra, me abrazó con más fuerza aún. Nos pegamos como dos maderas que flotan juntas después del naufragio. Éramos carne de la misma carne. Un cuerpo en dos mitades que se buscaban en la noche húmeda de Baradero.
No sabía si ese abrazo era ya destino o solo una escala más en la selva errática del amor. Porque el amor con Junia era también un amor comprado. Lo sabía. Lo aceptaba. Pero eso no lo hacía menos intenso. Para ella era supervivencia. Para mí, salvación. Terapia.
Ella me hacía sentir hombre. No por el sexo. Por la ternura que despertaba en mí. Por su forma de dormirse confiada, como si yo fuese un refugio.
La quise. No sé si fue amor, pero la quise.
La amé con la lucidez del que sabe que puede perder.
La besé con ternura, sin importarme cuántas bocas había besado antes, ni cuántas veces otro hombre había recorrido lo más hondo de su cuerpo. Me daba igual. En ese momento, en esa cama, en ese pueblo cubano donde se criaban cocodrilos en los patios, todo estaba limpio. Todo estaba lavado por el salitre, por la humedad, por la noche santera que me devolvió a la vida.
Purificado. En los mares de Cuba.
Varadero es como un coto para turistas. Existe una frontera económica: para entrar, disfrutar de las playas y de la zona, hay que pagar un canon. En aquel tiempo, un apartamento en uno de sus rascacielos —bastante amplios, por cierto— podía costar unos 200.000 dólares, similar a uno en Madrid. Hoy día, claro, es mucho más.
El propio gobierno cubano comprendió que aquella belleza natural debía rentabilizarse, y convirtió Varadero en un escaparate exclusivo. Pero esto no es tan raro: incluso en España se ha implantado ya el canon turístico. Al final, tanto el comunismo como el capitalismo acaban delimitando zonas para los que pueden pagar.
Aquel día dimos un paseo por la zona. Visitamos un criadero de cocodrilos. El agua era turbia, chapoteada por los coletazos. Me impresionó verlos tan cerca, separados apenas por una valla de madera que no me parecía suficiente. Pensé que una dentellada sería capaz de partirla.
Yusmi y Junia se alejaban, riéndose nerviosas. Juanito y yo nos burlábamos de ellas.
—Tenéis miedo de los cocodrilos vivos, pero bien que os los coméis rebozados —les gritó él.
Y tenía razón. Un día comimos carne de cocodrilo. Rebozada, blanca, casi como pollo. Me gustó, aunque algo en mí se resistía a disfrutarla del todo. Era sabrosa, aderezada con las especias criollas que perfuman toda la cocina cubana. Pero había algo extraño, una sombra reptiliana en el paladar.
Capítulo XI – La moneda del Estado
Aquella tarde el calor parecía fundirse con la humedad, como una sábana pegajosa que nos envolvía incluso dentro de la casa. La electricidad había vuelto después de varias horas de apagón, y el ventilador giraba con pereza sobre nuestras cabezas. Yo estaba sentado en la sala, medio dormido, mientras escuchaba a lo lejos las risas de Juni y Chubileishi en la cocina.
Al rato, Juni entró con paso decidido, arrastrando una bolsa de nailon blanca, de esas que entregaban a regañadientes en las farmacias estatales. Con un gesto teatral, la alzó frente a mí y la volcó sobre la mesa: decenas de preservativos en envoltorios plateados se esparcieron como monedas lanzadas por un rey antiguo.
—Mira —dijo, con esa sonrisa suya, mezcla de travesura y reivindicación—, todo lo que ustedes se han gastado en España, aquí lo dan gratis en las farmacias.
Me reí, más por el absurdo que por la broma en sí.
—¿Gratis? —pregunté, incrédulo—. Si en Cuba en las farmacias no hay ni ibuprofeno... Ni jabón, ni papel higiénico, ni compresas, ni siquiera hilo dental.
Ella se encogió de hombros, como quien ya está harta de explicar lo obvio.
—Sí, pero a nosotras nos cuidan bien. Somos parte del Estado. O su moneda.
Aquella frase me dio en el pecho como una ráfaga de agua fría. "Su moneda". No era una metáfora exagerada. Era una realidad con la que vivían todos los días. Ellas eran la divisa viva del régimen, el rostro joven y atractivo que se mostraba al turista, al extranjero, al europeo extraviado que venía buscando algo entre el sol, el ron y la nostalgia. A cambio, el Estado les garantizaba ciertas comodidades —o mejor dicho, ciertas herramientas para continuar ejerciendo su rol.
La paradoja era casi poética: en un país donde no se encontraban compresas, ellas recibían condones por kilos. En un lugar donde la población hacía colas interminables por un antibiótico vencido, ellas tenían prioridad silenciosa en artículos que el gobierno consideraba estratégicos.
Afuera, alguien gritó una canción de reguetón desde un altavoz viejo. En la cocina, Yusmi seguía riendo mientras cocinaba arroz con chícharos. Y yo me quedé mirando aquella pila de envoltorios brillantes como si fueran fichas de un juego que no terminaba de entender, pero en el que todos, de una forma u otra, ya habíamos apostado algo.
Yusmi estaba preparando un arroz típico cubano para que además de que ya conocíamos algunos suculentos platos como la carne con tomate pimientos y ese toque de hiervas aromáticas tan especies y especiales son la " Ropa vieja".
Estando en la mesa y saboreando el arroz con chicharrones le dije a Yusmi - - ¿Me podrías escribir la receta?
Ya levantados de la sobremesa que de gustamos un fuerte y dulce café cubano en unas pequeñas tazas de porcelana.
- ¡Antonio aquí tienes la receta!
Arroz con Chicharro Cubano: Receta Rápida
Este plato tradicional cubano combina arroz suelto con crujientes chicharrones de cerdo y un aromático sofrito.
Ingredientes Esenciales:
* Chicharrones de cerdo: Trozos de carne de cerdo con tocino, fritos hasta estar crujientes.
* Arroz: De grano largo.
* Sofrito: Mezcla de cebolla, pimiento (rojo o verde), ajo y tomate.
* Condimentos: Comino, orégano, sal y pimienta. Opcional: bijol/achiote para color.
* Líquido: Caldo (de pollo o cerdo) o agua.
Pasos Clave:
* Cocinar los chicharrones: Fríelos hasta que estén dorados y crujientes. Retíralos y reserva parte de su grasa si quieres usarla.
* Preparar el sofrito: En una olla, saltea la cebolla, el pimiento y el ajo. Añade el tomate y las especias hasta que el sofrito esté bien cocido y fragante.
Tras haber terminado la sobremesa —y después de haber degustado de una suculenta comida y una sobremesa excepcional con los crujientes chicharrones y las frutas tropicales, tan generosas y exuberantes como solo Cuba sabe ofrecer— nos sentamos en el salón. Juanito se acomodó en un sofá al frente, y nosotros, en otro de tres cuerpos, justo enfrente de él. Junia se colocó en la esquina del sofá, con ese aire suyo tan natural, y me miró fijamente con esos ojos suyos, transparentes, de un verdoso peculiar. No era un verde cualquiera, no. Era ese tono de ojos que sólo aparece cuando se mezclan linajes lejanos, sangres distintas que se cruzaron quién sabe dónde y cuándo. Y ella había heredado esa rareza, esa joya genética que la hacía aún más especial.
De pronto, levantó ligeramente el antebrazo y empezó a girar el puño hacia adelante y hacia atrás, una y otra vez. La miré, intrigado.
—¿Qué te pasa? —le pregunté—. ¿Tienes algo? ¿Te duele la muñeca?
Ella sonrió con picardía.
—No, tonto. ¿Tú no sabes lo que es esto?
—Pues no, la verdad —dije, medio riendo, aunque ya me olía algo.
—Esto es que tengo ganas de pisar.
--¿Pisar?
--Si, mijo hacer el amor. En Cuba así lo expresamos.
—¿De pisar qué? —respondí, aunque ya intuía por dónde iba la cosa.
Después de la comida, aunque ninguno de los que estábamos allí era muy amigo del alcohol, teníamos los sentidos perfectamente despiertos. No era cuestión de licor, era cuestión de miradas y de ese lenguaje sutil de los cuerpos.
Ella volvió a insistir con el gesto del puño. Y entonces solté, medio en broma, medio en serio:
—Bueno, si tienes ganas de hacer el amor, yo estoy dispuesto. Ganas no me faltan, a todas horas del día, de momento. No sé cuánta mecha me quedará, pero por ahora… te acepto la invitación encantado.
María Antonia tenía diabetes. Insulino-dependiente, con sus jeringuillas en la nevera junto a la leche en polvo que algún turista le había dejado.
Vivía en la casa grande, la de la calle Sol, con un perro viejo y una nieta que dormía hasta tarde. Cuando llegué por primera vez, me enseñó cómo abrir la ducha sin romper la tubería, pidió mi pasaporte con la mirada directa y dijo sin rodeos:
—Aquí no se fuma, no se mete bulla y si traes jinetera, me avisas. Pero si es buena gente, se puede quedar.
Tenía las piernas hinchadas y un andar lento, pero el juicio claro. Todas las mañanas, se pinchaba el dedo con una lanceta ya usada varias veces. Su glucómetro era un modelo soviético, viejo y poco fiable, que a veces se trababa. Cuando no tenía tiras reactivas, se guiaba por el color de la orina o por cómo se sentía al despertar: si la lengua estaba seca como tabla, sabía que el azúcar andaba alto.
—A mí me sube cuando me estreso —decía—. Y aquí, mijo, en Cuba, una no para de estresarse.
Yo sabía de sobra las necesidades médicas que había en la isla, así que en la maleta que traje conmigo llevaba una pequeña farmacia ambulante: medicamentos variados, dos aparatos para medir la glucosa con sus lancetas y reactivos. Cuando vi el glucómetro de María Antonia, supe que debía regalarle uno de los míos, uno moderno, fiable y fácil de usar, como los que mi madre tenía en casa y con los que yo había aprendido a manejar la diabetes desde niño.
—Toma, esto te va a servir mejor —le dije entregándole el aparato—. Sé lo que es vivir con esto.
Aquel gesto, sencillo pero sentido, hizo que María Antonia me ganase por completo. Me abrió la puerta no solo de la casa, sino de su confianza. A partir de entonces, entre ella, la jinetera y yo, la vida en la Casa de Turistas se volvió una mezcla de cuidados, palabras, y miradas que decían más que mil explicaciones.
---
Pero, en realidad, antes de que me ganara la confianza de María Antonia, yo ya me había presentado con Junia, con Juanito y con Yumilesi. Los tres vivían en el barrio, y yo quería alquilarles la parte de arriba del chalet. Ellos llevaban ropa que, sin duda, delataba que éramos “amivaz de los yumas” —los turistas, los extranjeros. Era como un lenguaje sin palabras que no se podía disimular: zapatos nuevos, camisas limpias, alguna prenda con etiquetas, gafas de sol que no se encontraban en el barrio.
Junia me miraba con curiosidad y cierto recelo, Juanito con la mirada medida de quien ya sabe lo que se juega, y Yumilesi —que no hablaba mucho— observaba todo con ojos atentos. La negociación era un pequeño ritual lleno de matices, donde las palabras a veces sobraban y la verdad estaba en los gestos.
Junia, Juanito y Yumilesi me dejaron claro desde el primer momento que existía una regla no escrita, pero muy estricta: las dueñas de casas de turistas no podían permitir que las jineteras “jinetearan” en la casa. La legislación cubana lo prohibía, y el riesgo de una inspección policial o una multa era alto.
Pero, paradoja, todos sabían que muchas veces los que controlaban ese “negocio” y ponían las reglas reales no eran otros que los propios policías y agentes del régimen. De hecho, los macarras —entre comillas— que gestionaban a las jineteras a menudo eran personas con vínculos directos con la policía, o incluso oficiales encubiertos.
—Aquí no se juega, mijo —me advirtió Juanito, mientras me miraba fijamente—. Si te ven con jineteras en la casa, no solo puedes perder la licencia, pueden hacerte la vida imposible. Pero ellos, los de arriba, hacen la vista gorda si todo está bajo control… y si les toca su parte, claro.
Junia asintió y añadió con una sonrisa amarga:
—La ley está para cumplirla, pero la realidad es otra. En Cuba, las reglas se parecen más a un juego de sombras, donde todos saben quién manda de verdad.
Yo entendí que alquilar la parte de arriba del chalet no era solo una operación comercial. Era entrar en un sistema donde las reglas oficiales y las reales convivían con una tensión constante, un equilibrio delicado entre la supervivencia y el riesgo.
A decir verdad, María Antonia no parecía muy convencida de alquilarnos la parte de arriba de su precioso chalet, una casa colonial bien conservada, con celosías blancas, patio interior y buganvillas que caían como una cascada sobre la entrada. Se notaba que la había cuidado con esmero durante años, incluso en medio de las penurias.
—Arriba es más privado —decía con una sonrisa algo tensa—, y yo tengo que cumplir con la ley. No quiero líos con la policía, ni con vecinos chismosos. Aquí todo se sabe.
Y tenía razón: en Cuba, todo se sabe, todo se dice bajito, y todo puede volverse un problema si no se gestiona con cuidado. Pero sabíamos que había margen para la negociación. Las cosas no eran blanco o negro: eran de mil grises, y todos conocían los matices.
El alquiler era por noches, 20 CUC por pareja, más el desayuno, que, eso sí, era desbordante: mango, papaya, piña, huevos fritos, pan tostado, mantequilla, café fuerte, leche en polvo revuelta con agua caliente, y hasta algo de jamón si había suerte. A veces, con el estómago aún lleno del día anterior, uno miraba aquel banquete con culpa, pensando en los que afuera apenas desayunaban un pan solo con azúcar.
Así que se lo planteamos con honestidad:
—María Antonia, mire… si eso le ayuda a decidirse, pónganos un CUC más por pareja y por noche. Y no se preocupe, que aquí no va a haber escándalos ni borracheras. Somos gente tranquila, antialcohol, ni música alta ni visitas raras. Solo buscamos un techo limpio, y su casa nos parece perfecta.
Ella nos miró en silencio unos segundos. Quizá evaluaba no solo nuestras palabras, sino nuestra ropa, el tono, el tipo de acento, las mochilas. Quizá también pensaba en lo que podía comprar con esos CUC extra: un pollo, algo de detergente, una pastilla de jabón de olor.
—Bueno —dijo finalmente—. Vamos a probar. Pero si hay bulla, se van.
Y así, sin más contrato que una promesa tácita, nos instalamos en la parte de arriba del chalé, sabiendo que estábamos entrando en un mundo lleno de códigos, donde el respeto, la discreción y el sentido común eran moneda más valiosa que el propio dinero.
A decir verdad, María Antonia no parecía muy convencida de alquilarnos la parte de arriba de su precioso chalet, una casa colonial bien conservada, con celosías blancas, patio interior y buganvillas que caían como una cascada sobre la entrada. Se notaba que la había cuidado con esmero durante años, incluso en medio de las penurias.
—Arriba es más privado —decía con una sonrisa algo tensa—, y yo tengo que cumplir con la ley. No quiero líos con la policía, ni con vecinos chismosos. Aquí todo se sabe.
Y tenía razón: en Cuba, todo se sabe, todo se dice bajito, y todo puede volverse un problema si no se gestiona con cuidado. Pero sabíamos que había margen para la negociación. Las cosas no eran blanco o negro: eran de mil grises, y todos conocían los matices.
El alquiler era por noches, 20 CUC por pareja, más el desayuno, que, eso sí, era desbordante: mango, papaya, piña, huevos fritos, pan tostado, mantequilla, café fuerte, leche en polvo revuelta con agua caliente, y hasta algo de jamón si había suerte. A veces, con el estómago aún lleno del día anterior, uno miraba aquel banquete con culpa, pensando en los que afuera apenas desayunaban un pan solo con azúcar.
Así que se lo planteamos con honestidad:
—María Antonia, mire… si eso le ayuda a decidirse, pónganos un CUC más por pareja y por noche. Y no se preocupe, que aquí no va a haber escándalos ni borracheras. Somos gente tranquila, antialcohol, ni música alta ni visitas raras. Solo buscamos un techo limpio, y su casa nos parece perfecta.
Ella nos miró en silencio unos segundos. Quizá evaluaba no solo nuestras palabras, sino nuestra ropa, el tono, el tipo de acento, las mochilas. Quizá también pensaba en lo que podía comprar con esos CUC extra: un pollo, algo de detergente, una pastilla de jabón de olor.
—Bueno —dijo finalmente—. Vamos a probar. Pero si hay bulla, se van.
Y así, sin más contrato que una promesa tácita, nos instalamos en la parte de arriba del chalé, sabiendo que estábamos entrando en un mundo lleno de códigos, donde el respeto, la discreción y el sentido común eran moneda más valiosa que el propio dinero.
A decir verdad, María Antonia no parecía muy convencida de alquilarnos la parte de arriba de su precioso chalet, una casa colonial bien conservada, con celosías blancas, patio interior y buganvillas que caían como una cascada sobre la entrada. Se notaba que la había cuidado con esmero durante años, incluso en medio de las penurias.
—Arriba es más privado —decía con una sonrisa algo tensa—, y yo tengo que cumplir con la ley. No quiero líos con la policía, ni con vecinos chismosos. Aquí todo se sabe.
Y tenía razón: en Cuba, todo se sabe, todo se dice bajito, y todo puede volverse un problema si no se gestiona con cuidado. Pero sabíamos que había margen para la negociación. Las cosas no eran blanco o negro: eran de mil grises, y todos conocían los matices.
El alquiler era por noches, 20 CUC por pareja, más el desayuno, que, eso sí, era desbordante: mango, papaya, piña, huevos fritos, pan tostado, mantequilla, café fuerte, leche en polvo revuelta con agua caliente, y hasta algo de jamón si había suerte. A veces, con el estómago aún lleno del día anterior, uno miraba aquel banquete con culpa, pensando en los que afuera apenas desayunaban un pan solo con azúcar.
Así que se lo planteamos con honestidad:
—María Antonia, mire… si eso le ayuda a decidirse, pónganos un CUC más por pareja y por noche. Y no se preocupe, que aquí no va a haber escándalos ni borracheras. Somos gente tranquila, antialcohol, ni música alta ni visitas raras. Solo buscamos un techo limpio, y su casa nos parece perfecta.
Ella nos miró en silencio unos segundos. Quizá evaluaba no solo nuestras palabras, sino nuestra ropa, el tono, el tipo de acento, las mochilas. Quizá también pensaba en lo que podía comprar con esos CUC extra: un pollo, algo de detergente, una pastilla de jabón de olor.
—Bueno —dijo finalmente—. Vamos a probar. Pero si hay bulla, se van.
Y así, sin más contrato que una promesa tácita, nos instalamos en la parte de arriba del chalé, sabiendo que estábamos entrando en un mundo lleno de códigos, donde el respeto, la discreción y el sentido común eran moneda más valiosa que el propio dinero.
Antonio Valcárcel