El Cantar de los Ancestros
I. La Piedra de Meizarán
Antes de las palabras escritas, cuando los árboles eran más sabios que los hombres, en las montañas de O Courel, donde el rocío se enreda con los robles, vivía una mujer que no necesitaba libros para recordar. Su nombre era Elisarda Xata, y fue la primera del linaje que llevaría, siglos después, el don de la palabra profunda: los Cela.
Nacida en Meizarán, hija de la niebla y del granito, Elisarda escuchaba la tierra cuando dormía. Las viejas decían que tenía los ojos de las corzas y el oído del lobo. Hablaba con el viento en noches de luna nueva y recogía los nombres de las plantas como si fueran oraciones. Curaba con brebajes, soñaba en voz alta y guardaba secretos en una piedra escondida en el monte, a la que solo ella sabía llegar.
Los niños la temían y la buscaban a partes iguales. Las mujeres le pedían ayuda para parir y los hombres le llevaban pan de centeno con respeto. No era bruja ni santa: era veleda, mujer sabia, última heredera de una línea de druidas que el tiempo quiso borrar, pero que ella mantuvo viva en susurros, en gestos, en silencios.
II. El Viajero de la Mariña
Cierta noche, un hombre llegó desde la costa norte, con la ropa rota por los caminos y una lira a la espalda. Era Xan Cela, trovador errante, con más canciones que dientes. Dicen que soñó con una mujer que tejía palabras con hilos de luz, y al despertar siguió al cuco hasta Meizarán.
Allí vio a Elisarda sentada en la piedra. Ella no habló. Él no preguntó. Durante tres días compartieron sueños, raíces hervidas y cantos de grillos. Cuando partió, dejó algo más que un recuerdo: dejó una semilla de palabra encendida. De esa unión nacería una estirpe de poetas, sabios y rebeldes. Una sangre que sabría hablar cuando otros callaban.
III. La Promesa del Silencio
Antes de morir, Elisarda reunió a sus nietos en círculo y les habló de las piedras que recuerdan, de los árboles que guardan nombres, de las aguas que escuchan. Les dijo que quien olvidara el monte perdería su alma, que quien oyera la llamada del viento debía responder.
"No dejéis que el apellido se oxide", dijo. "Xato no es un nombre, es una promesa. Una promesa de mirar con ojos antiguos, de decir la verdad aunque tiemble la voz."
Su cuerpo fue enterrado junto al regato. Pero su espíritu camina aún por las nieblas de O Courel, en la voz de quienes no temen a la memoria.
Y cada vez que un descendiente suyo escribe, cura o canta, Elisarda Xata sonríe entre las hojas.
IV. O Home Pombo, o Señor das Aves
En los valles brumosos de O Caurel, donde el eco se esconde entre las fragas, nació un niño en una madrugada sin luna. Su madre lo envolvió en un manto de lino y al dejarlo en la piedra del umbral, una paloma torcaz descendió del abedul y lo rodeó tres veces antes de posarse sobre su pecho. Desde entonces, todos lo llamaron O Home Pombo.
Decían que hablaba con las aves y que las torcaces le traían mensajes desde el mundo de los mortos. Nunca alzaba la voz, pero donde pasaba, los árboles dejaban de crujir y el viento giraba como si le hiciera reverencia. Nadie sabía de quién descendía exactamente, pero los viejos murmuraban que era nieto bastardo de Elisarda Xata, que había heredado su oído profundo y su vínculo con el más allá.
Vivía solo en una cabaña hecha de raíces vivas, cerca del castro olvidado de San Roque dos Lamigueiros, donde los mouros dejaban monedas de oro en las noches de Samhain. Allí recogía plumas, huesos pequeños, trozos de nido. Las hilaba con cánticos secretos que solo los druidas antiguos conocían. En primavera, las palomas torcaces llegaban en bandadas, lo rodeaban, y luego volaban en círculos hacia el norte, como guiadas por su pensamiento.
Pero O Home Pombo no era un brujo. Era un guardián del paso, alguien que sabía cuándo un alma se extraviaba entre los dos mundos. En esos casos, encendía un fuego de tejo y la paloma correcta bajaba desde el cielo. La ataba con un hilo de crin a su dedo, la dejaba oír su canto bajo y la soltaba al anochecer. La paloma volaba al limbo de los difuntos y traía de vuelta el nombre perdido.
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V. A Pomba, a que voa entre os soños
Mucho tiempo después, cuando el mundo ya se vestía de hierro y olvidaba los susurros del bosque, nació una niña en lo alto del valle de Moreda. Su madre murió en el parto, y las mujeres del lugar juraron que una paloma blanca revoloteó sobre el tejado en el momento justo de su primer llanto. Le pusieron por nombre A Pomba, y nadie osó cambiárselo.
Creció entre helechos y neves eternas, sin hablar hasta los seis años. Decían que era muda, pero una noche cantó dormida en un idioma antiguo, y desde entonces todos supieron que tenía el don de los sueños. Veía lo que vendría, y lo que había sido. Decía cosas que solo las meigas sabían, y respondía a preguntas que nadie se atrevía a hacer en voz alta.
Se vestía de gris como las aves del monte y caminaba descalza incluso en invierno. Llevaba en la muñeca una cinta azul que, según ella, era de O Home Pombo, su tío lejano, que le hablaba a veces en forma de viento. Las viejas le ofrecían pan de maíz y leche de cabra para que no se fuera del pueblo, pues temían que si ella desaparecía, también se irían los sueños.
Una noche de Beltane, A Pomba caminó hasta el alto de Vilarbacú, donde el cielo se abre y el río Lor susurra en voz de mujer. Subió a la piedra del adivinio, se quitó la cinta azul y la lanzó al viento. Luego extendió los brazos y se disolvió en una bandada de palomas blancas que cruzaron el valle hacia las estrellas.
Desde entonces, cuando alguien en O Courel sueña con una paloma, sabe que A Pomba lo está mirando desde el otro lado del velo. Y a veces, si el sueño es verdadero, la cinta azul aparece en el alféizar de la ventana.
VI. Bernardo do Souto, o Aprendiz de Druida
Contemporáneo a O Home Pombo y a A Pomba, vivía Bernardo do Souto, en una humilde casa de piedra y musgo entre los castaños centenarios del souto de Vilamor. Su abuelo había sido curandeiro, su madre partera, y él creció escuchando cómo el crujir de las ramas podía anunciar tormentas o nacimientos.
De niño lo encontraron hablando con un tejo que crecía torcido hacia el este. Decía que el árbol le contaba historias de los que habían dormido bajo su sombra. Las viejas no se asustaron: vieron en él la señal de los que portan el fuego sagrado, y lo llevaron ante O Home Pombo.
Éste lo aceptó como aprendiz, aunque nunca usó esa palabra. Le enseñó a guardar silencio, a oler la llegada de los espíritus, a reconocer las huellas del tiempo sobre la corteza. Bernardo aprendía despacio, pero con hondura. Tenía una memoria hecha de raíz: no olvidaba nada.
Se convirtió en puente entre mundos: bajaba al pueblo cuando nacía un niño y subía al souto cuando moría un anciano. Traía y llevaba mensajes que no podían decirse en voz alta. Nunca quiso ser druida, pero el monte se lo pidió. Y cuando O Home Pombo desapareció en una bandada de torcaces, fue Bernardo quien guardó el último canto en su pecho.
Los más viejos aún lo recuerdan como o rapaz do souto, el que sabía cuándo florecerían los castaños y cuándo lloraría la luna. Y dicen que aún hoy, si te sientas bajo el tejo de Vilamor en la noche correcta, puedes oír su voz entonando la melodía que aprendió de su maestro.