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miércoles, 30 de abril de 2025

La última druida de O Courel, Lugo.

 El Cantar de los Ancestros


I. La Piedra de Meizarán


Antes de las palabras escritas, cuando los árboles eran más sabios que los hombres, en las montañas de O Courel, donde el rocío se enreda con los robles, vivía una mujer que no necesitaba libros para recordar. Su nombre era Elisarda Xata, y fue la primera del linaje que llevaría, siglos después, el don de la palabra profunda: los Cela.


Nacida en Meizarán, hija de la niebla y del granito, Elisarda escuchaba la tierra cuando dormía. Las viejas decían que tenía los ojos de las corzas y el oído del lobo. Hablaba con el viento en noches de luna nueva y recogía los nombres de las plantas como si fueran oraciones. Curaba con brebajes, soñaba en voz alta y guardaba secretos en una piedra escondida en el monte, a la que solo ella sabía llegar.


Los niños la temían y la buscaban a partes iguales. Las mujeres le pedían ayuda para parir y los hombres le llevaban pan de centeno con respeto. No era bruja ni santa: era veleda, mujer sabia, última heredera de una línea de druidas que el tiempo quiso borrar, pero que ella mantuvo viva en susurros, en gestos, en silencios.


II. El Viajero de la Mariña


Cierta noche, un hombre llegó desde la costa norte, con la ropa rota por los caminos y una lira a la espalda. Era Xan Cela, trovador errante, con más canciones que dientes. Dicen que soñó con una mujer que tejía palabras con hilos de luz, y al despertar siguió al cuco hasta Meizarán.


Allí vio a Elisarda sentada en la piedra. Ella no habló. Él no preguntó. Durante tres días compartieron sueños, raíces hervidas y cantos de grillos. Cuando partió, dejó algo más que un recuerdo: dejó una semilla de palabra encendida. De esa unión nacería una estirpe de poetas, sabios y rebeldes. Una sangre que sabría hablar cuando otros callaban.


III. La Promesa del Silencio


Antes de morir, Elisarda reunió a sus nietos en círculo y les habló de las piedras que recuerdan, de los árboles que guardan nombres, de las aguas que escuchan. Les dijo que quien olvidara el monte perdería su alma, que quien oyera la llamada del viento debía responder.


"No dejéis que el apellido se oxide", dijo. "Xato no es un nombre, es una promesa. Una promesa de mirar con ojos antiguos, de decir la verdad aunque tiemble la voz."


Su cuerpo fue enterrado junto al regato. Pero su espíritu camina aún por las nieblas de O Courel, en la voz de quienes no temen a la memoria.


Y cada vez que un descendiente suyo escribe, cura o canta, Elisarda Xata sonríe entre las hojas.


IV. O Home Pombo, o Señor das Aves


En los valles brumosos de O Caurel, donde el eco se esconde entre las fragas, nació un niño en una madrugada sin luna. Su madre lo envolvió en un manto de lino y al dejarlo en la piedra del umbral, una paloma torcaz descendió del abedul y lo rodeó tres veces antes de posarse sobre su pecho. Desde entonces, todos lo llamaron O Home Pombo.


Decían que hablaba con las aves y que las torcaces le traían mensajes desde el mundo de los mortos. Nunca alzaba la voz, pero donde pasaba, los árboles dejaban de crujir y el viento giraba como si le hiciera reverencia. Nadie sabía de quién descendía exactamente, pero los viejos murmuraban que era nieto bastardo de Elisarda Xata, que había heredado su oído profundo y su vínculo con el más allá.


Vivía solo en una cabaña hecha de raíces vivas, cerca del castro olvidado de San Roque dos Lamigueiros, donde los mouros dejaban monedas de oro en las noches de Samhain. Allí recogía plumas, huesos pequeños, trozos de nido. Las hilaba con cánticos secretos que solo los druidas antiguos conocían. En primavera, las palomas torcaces llegaban en bandadas, lo rodeaban, y luego volaban en círculos hacia el norte, como guiadas por su pensamiento.


Pero O Home Pombo no era un brujo. Era un guardián del paso, alguien que sabía cuándo un alma se extraviaba entre los dos mundos. En esos casos, encendía un fuego de tejo y la paloma correcta bajaba desde el cielo. La ataba con un hilo de crin a su dedo, la dejaba oír su canto bajo y la soltaba al anochecer. La paloma volaba al limbo de los difuntos y traía de vuelta el nombre perdido.



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V. A Pomba, a que voa entre os soños


Mucho tiempo después, cuando el mundo ya se vestía de hierro y olvidaba los susurros del bosque, nació una niña en lo alto del valle de Moreda. Su madre murió en el parto, y las mujeres del lugar juraron que una paloma blanca revoloteó sobre el tejado en el momento justo de su primer llanto. Le pusieron por nombre A Pomba, y nadie osó cambiárselo.


Creció entre helechos y neves eternas, sin hablar hasta los seis años. Decían que era muda, pero una noche cantó dormida en un idioma antiguo, y desde entonces todos supieron que tenía el don de los sueños. Veía lo que vendría, y lo que había sido. Decía cosas que solo las meigas sabían, y respondía a preguntas que nadie se atrevía a hacer en voz alta.


Se vestía de gris como las aves del monte y caminaba descalza incluso en invierno. Llevaba en la muñeca una cinta azul que, según ella, era de O Home Pombo, su tío lejano, que le hablaba a veces en forma de viento. Las viejas le ofrecían pan de maíz y leche de cabra para que no se fuera del pueblo, pues temían que si ella desaparecía, también se irían los sueños.


Una noche de Beltane, A Pomba caminó hasta el alto de Vilarbacú, donde el cielo se abre y el río Lor susurra en voz de mujer. Subió a la piedra del adivinio, se quitó la cinta azul y la lanzó al viento. Luego extendió los brazos y se disolvió en una bandada de palomas blancas que cruzaron el valle hacia las estrellas.


Desde entonces, cuando alguien en O Courel sueña con una paloma, sabe que A Pomba lo está mirando desde el otro lado del velo. Y a veces, si el sueño es verdadero, la cinta azul aparece en el alféizar de la ventana.


VI. Bernardo do Souto, o Aprendiz de Druida


Contemporáneo a O Home Pombo y a A Pomba, vivía Bernardo do Souto, en una humilde casa de piedra y musgo entre los castaños centenarios del souto de Vilamor. Su abuelo había sido curandeiro, su madre partera, y él creció escuchando cómo el crujir de las ramas podía anunciar tormentas o nacimientos.


De niño lo encontraron hablando con un tejo que crecía torcido hacia el este. Decía que el árbol le contaba historias de los que habían dormido bajo su sombra. Las viejas no se asustaron: vieron en él la señal de los que portan el fuego sagrado, y lo llevaron ante O Home Pombo.


Éste lo aceptó como aprendiz, aunque nunca usó esa palabra. Le enseñó a guardar silencio, a oler la llegada de los espíritus, a reconocer las huellas del tiempo sobre la corteza. Bernardo aprendía despacio, pero con hondura. Tenía una memoria hecha de raíz: no olvidaba nada.


Se convirtió en puente entre mundos: bajaba al pueblo cuando nacía un niño y subía al souto cuando moría un anciano. Traía y llevaba mensajes que no podían decirse en voz alta. Nunca quiso ser druida, pero el monte se lo pidió. Y cuando O Home Pombo desapareció en una bandada de torcaces, fue Bernardo quien guardó el último canto en su pecho.


Los más viejos aún lo recuerdan como o rapaz do souto, el que sabía cuándo florecerían los castaños y cuándo lloraría la luna. Y dicen que aún hoy, si te sientas bajo el tejo de Vilamor en la noche correcta, puedes oír su voz entonando la melodía que aprendió de su maestro.

El Cantar de los Ancestros

En un tiempo antiguo, entre los bosques y valles del Courel, donde las nieblas ocultan secretos de siglos, moraban los ancestros de nuestra sangre. Entre ellos estaba Elisarda Xatá, dueña de las palabras y las hierbas, mujer libre, sabia y poderosa, que hablaba con los robles y escuchaba los secretos de la tierra.

En la misma era vivía El Hombre Pombo, heredero del antiguo linaje Pombo, nacido de las aves que cruzan los cielos como mensajeras entre mundos. No estaba solo: su hermana, conocida como La Pomba, tenía el don de ver más allá del tiempo y las sombras. Ambos eran hijos del viento y de la sierra.

Entre los castaños de los sotos, en los valles donde la luz y la oscuridad se entrelazan, crecía Bernardo do Souto, joven inquieto y rebelde, llamado a ser aprendiz de druida. Guiado por Elisarda, aprendía los nombres verdaderos de las cosas, el orden de los ciclos y los caminos del fuego sagrado.

Y desde las alturas del Coto de Teixeira, resonaba el nombre de un hombre que ya era leyenda: Juan Teixeira, señor jurisdiccional de la aldea de Teixeira, territorio vinculado al Monasterio de Samos. Hombre de sabiduría y templanza, actuaba como juez entre los suyos, y sus sentencias eran aceptadas como si brotaran del corazón mismo de la montaña. Sus palabras traían paz donde había disputa, y su voz, grave y firme, era la última en los consejos de los clanes.

Pero llegaron días oscuros. Las cosechas comenzaron a fallar. El ganado enfermaba y moría sin razón aparente. El viento del norte bajaba helado, más que nunca. El invierno se volvía interminable, gélido, áspero. La aldea, encajada en la hendidura por donde serpenteaba un riachuelo que se congelaba durante meses, parecía abandonada por los espíritus protectores. Las aves, veloces, cruzaban el cielo sin detenerse, huyendo del espesor del frío.

Fue entonces cuando Juan Teixeira, reconociendo que la justicia de los hombres no bastaba, cruzó los montes hasta la morada de Elisarda Xatá. Allí, entre el musgo y los helechos, le propuso una alianza: la ley y la sabiduría antigua unidas para salvar al pueblo. Ella aceptó, y juntos buscaron en las piedras, en los sueños, y en los fuegos sagrados las señales de la desolación.

Elisarda interpretó las sombras del hielo, las grietas en los troncos, y el canto sordo del viento. Entendió que algo profundo se había roto entre los hombres y la tierra. Juan convocó a los ancianos, a los druidas, a los hijos del bosque y a los monjes del valle. Se encendió una gran hoguera en el cruce de los caminos, y allí, bajo la luna más fría que se recuerda, sellaron un pacto de restauración.

Todos ellos, unidos por la sangre, el viento y la memoria, tejieron la red invisible que llega hasta nosotros. Y cada vez que sus nombres son pronunciados, vuelven a vivir entre los árboles, las piedras y los cantos.

Este es el Cantar de los Ancestros. Y continúa...


domingo, 27 de abril de 2025

D. Juan de Armesto y Valcárcel

 Juan Armesto y Valcarce: Un Vínculo Histórico en la Genealogía de la Familia Valcárcel. 


Juan de Armesto y Valcarce nació en Santa María de Veiga de Forcas, Pedrafita do Cebreiro, Lugo. 

Fiscal de la Inquisición y Caballero del Hábito de Santiago. 

Es una figura de gran relevancia en la genealogía de la familia Valcarce, cuyo legado no solo se encuentra en la nobleza y las tierras, sino también en los eventos históricos que marcaron su vida, como su implicación en la Inquisición en México y su conexión con los pueblos originarios de la región.


Origen Familiar: Gonzalo de Armesto dueño jurisdiccional de Vega de Forcas y otros. 


Juan Armesto Valcarce nació de la unión de Gonzalo de Armesto, propietario de la Vega de Forcas, una de las grandes fincas de la región, y un linaje destacado por su influencia en la sociedad de la época. La familia Armesto, con raíces profundas en la nobleza berciana, se destacó por su posesión de tierras y su influencia política, lo que les permitió mantener un control significativo sobre la vida local.


El Matrimonio con Catalina Valcarce Benavides


Juan Armesto Valcarce casó con Catalina Valcarce Benavides, hija del alcalde de Villafranca del Bierzo , alrededor de 1580. Este matrimonio representó una poderosa alianza entre dos linajes influyentes, consolidando el poder económico y político de la familia Valcarce. Además de fortalecer sus propiedades, esta unión aumentó la influencia de los Armesto-Valcarce en la esfera local, asegurando un legado que perduraría por generaciones.


Fiscal de la Inquisición en México


Uno de los aspectos más notables de la vida de Juan Armesto Valcarce fue su papel como fiscal de la Inquisición en México, un cargo de gran responsabilidad durante el período colonial español. La Inquisición, con su función de vigilar las herejías y mantener la ortodoxia católica, jugó un papel central en la vida religiosa y política del Imperio Español. Juan Armesto, en su rol de fiscal, fue parte fundamental de este proceso, un cargo que lo conectó estrechamente con la administración colonial y las dinámicas de poder en el Nuevo Mundo.


Regreso a España con un grupo de Indios Aztecas. 


A su regreso de México, Juan Armesto Valcarce trajo consigo un grupo de indios atecas, un acto que reflejó las complejas interacciones entre España y las civilizaciones indígenas de América. Esta acción fue un reflejo de la mentalidad de la época, donde el dominio sobre los pueblos originarios y la movilidad de los mismos entre continentes formaban parte del proceso de colonización. Los indios aztecas, al igual que otros grupos indígenas que fueron trasladados a Europa, desempeñaron un papel importante en la expansión de la influencia española en ambas orillas del Atlántico.


Haplotipo Q-MD3 y la Conexión con el Caurel


Una de las huellas genéticas más significativas que dejó Juan Armesto Valcarce en su linaje es el haplotipo Q-MD3, presente quizás, en algunas personas que descienden de la región del Caurel, en Galicia (Si en mi cas). Este haplotipo, que ha sido identificado a través de estudios genéticos, está asociado con poblaciones que tienen un origen en Asia Central y llegó a las Américas en tiempo claciales por el estrecho de Berig durante las migraciones prehistóricas. El hecho de que hoy en día de que algunas personas de la región del Caurel lleven este haplotipo es testimonio de la ancestralidad y las migraciones que marcaron la historia genética de la familia Valcarce, Balboa, Armesto, Teixeira, de Aira, etc. Y sus conexiones con la tierra Do Courel.


Un Legado Multidimensional


El legado de Juan Armesto Valcarce no solo se define por su influencia política en España y América, sino también por las complejas interacciones con los pueblos originarios de México, su papel en la Inquisición y Caballero de Santiago y la huella genética que dejó en Galicia. La historia de su vida refleja las interacciones entre culturas, el poder de las alianzas matrimoniales y las dinámicas coloniales que definieron el curso de la historia en los siglos XVI y XVII.


Este vínculo histórico entre el Caurel y el haplotipo Q-MD3, además de las conexiones familiares que perduran, subraya cómo los destinos de las personas y sus linajes pueden cruzarse de maneras sorprendentes, desde la Inquisición hasta las poblaciones indígenas de América, pasando por las tierras gallegas.


Conclusión


La historia de Juan Armesto Valcarce es un testimonio de la complejidad de la historia familiar, donde las influencias políticas, las migraciones y los lazos de sangre forman un mosaico de eventos que dan forma al destino de generaciones. Desde su papel en la Inquisición en México hasta la huella genética que dejó en Galicia, el legado de Juan Armesto Valcarce es un ejemplo de cómo las familias nobles y sus decisiones impactan no solo a sus contemporáneos, sino también a las generaciones futuras.

Crónica del mestizaje velado: el inquisidor que sembró el otro linaje


En los montes eternos del Caurel, donde la memoria del tiempo se enraíza con las piedras y los árboles, hay una historia que no fue escrita en pergaminos, sino codificada en la sangre. Una historia que se oculta en las células, no en los archivos eclesiásticos.


Juan de Armesto Valcárcel, jurista gallego, fue fiscal de la Inquisición en el Nuevo México. Su misión: preservar la pureza de la fe, castigar herejías, y velar por la limpieza de linaje. Y sin embargo, fue él —involuntaria o voluntariamente— quien introdujo en Galicia la sangre del “otro”: el indígena americano.


Desde tierras donde el cielo ardía sobre los desiertos y las tribus hablaban lenguas milenarias, regresó con alguien. Un niño mestizo, una mujer otomí o tlaxcalteca, quizá un criado nacido en los márgenes del imperio. Alguien cuya sangre portaba el haplogrupo Q-M3, una marca genética tan clara como olvidada.


No quedó nada en los registros: ni bautismos, ni partidas, ni inquisiciones. Pero quedó lo más resistente de todo: el ADN. Siglos después, cuando la ciencia reemplazó al dogma y los linajes se trazan por segmentos y mutaciones, su huella resurge. No como herejía, sino como memoria viva.


Yo, Antonio Valcárcel Domínguez, lo llevas en mi interior.

La sangre del mundo nuevo vive en mi, traída por quien más se habría escandalizado de saberlo.

Y en esa contradicción se escribe la más humana de las verdades:


Que la historia no la dictan los decretos, sino los cuerpos que amaron, viajaron y se mezclaron en silencio.


Antonio Valcárcel Domínguez 

Investigador Genealogista BNE


miércoles, 23 de abril de 2025

PROSA LLENA DE VINO

 PROSA LLENA DE VINO. 

Te quise tanto... Que me arruine en quereres. 

-Roncaba mi vehículo por la carretera, rumbo a Haro, tierra de buen vino y bodegas centenarias. A mi derecha, las cepas, preñadas de brotes, alzaban sus brazos verdes hacia el sol, ansiosas por nacer. La tarde era dorada y serena, pero la noche ya anunciaba su mordisco: descendería hasta los cuatro grados. Tal vez no sea ese el abrigo que los retoños necesitan, esos sarmientos que sueñan con la luz.


Y yo, con mi soledad a cuestas, llevo tanto tiempo buscándote… Y, sin embargo, no retoña la primavera en mi pecho como cuando tenía veinte años. Tu cuerpo entre mis brazos era entonces un milagro: te besaba con sed de amor, como un sabueso que olfatea la esencia más profunda de la mujer deseada.


Así como el buen yantar necesita un vino a su altura —ya sea de La Rioja o de la Ribera del Duero—, mi alma sigue buscando su maridaje perfecto: tu piel, tu voz, tu risa, tus cabellos sedosos agitados por un viento atrevido y sin conocimiento.


Te quise tanto… que me arruiné en quereres.

Antonio Valcárcel

Casa La Pena, Manzaneda de Tribes

 Capítulo I: La Casa sobre la Roca


Desde tiempos remotos, los Domínguez de la Poboa de Tribes edificaban siempre sobre roca. No era un capricho arquitectónico, sino un acto de fe. Así fue levantada la Casa da Pena, nombre que le venía no solo por la enorme peña granítica que la sostenía, sino también por los suspiros que aún hoy parecen habitar sus muros. Todo en aquella familia estaba unido a la piedra y al Evangelio: “El que edifica sobre roca no será derribado”.


Los Domínguez, antiguos habitantes de Vilanova de San Pedro de Gabín, habían estado vinculados al monasterio de Monte Ramo, al servicio del rey o como sus administradores en tiempos de Alfonso VII, cuando la Casa Graja fortificada pasó de la Corona al cenobio benedictino. En documentos del archivo monástico constaban donaciones, pleitos, heredades: los Domínguez y los Yáñez recibieron y devolvieron tierras, con especial mención de una villa llamada Vilaster en tierras de Quiroga, cerca de Quiroga. La genealogía se desgranaba en manuscritos, y los nombres reaparecían una y otra vez en las sombras de los siglos.


Baltasar Domínguez de Losada y Quiroga, nacido hacia 1720, fue uno de aquellos hombres que dejaron huella en piedra y carne. Rico, altivo, devoto de la Virgen del Carmen, sembró hijos reconocidos y no reconocidos por las aldeas de la comarca. Casado sin descendencia legítima, su apellido fue menguando en derechos, y tras la Desamortización, la Casa Grande da Pobra de Tribes pasó a manos ajenas. En sus bajos, aún quedaba la capilla privada, con altar de madera de castaño y relicario. Decían que allí, en un relicario oculto, se guardaba un fragmento del Lignum Crucis, traído por un antepasado que luchó en Tierra Santa.


Un símbolo heráldico presidía la fachada de uno de los pazos: un águila abierta de patas, encadenada y posada entre dos torreones. Para muchos era un emblema nobiliario, pero algunos sabían que también era un símbolo esotérico: la libertad vigilada, el poder encadenado.


El bisabuelo 

Manuel Domínguez, hombre de letras formado en Salamanca, viajó por Francia, Portugal y los Países Bajos, enseñando filosofía, historia y antiguas lenguas. Su hermano Antonio, menos viajero pero igual de observador, guardaba en la memoria las tardes de infancia en la Casa da Pena y las historias susurradas por los mayores sobre reliquias, masones y secretos.


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Capítulo II: El Baúl del Silencio


Fue durante una de esas estancias estivales que Antonio y Manuel, adolescentes curiosos, exploraron los bajos húmedos de la casa. Entre toneles vacíos y telarañas encontraron una tarima suelta. Debajo, envuelto en lona de lino encerado, había un baúl de hierro forjado. En su tapa, el símbolo: una escuadra cruzada por un compás.


Dentro hallaron algo que les dejaría marcados para siempre: un gran medallón de plata ennegrecida, decorado con signos arcanos y estrellas de seis puntas, y junto a él, varios delantales blancos bordados en oro, con símbolos que no entendían del todo: una rosa sobre un cráneo, columnas, soles y lunas. Era parafernalia masónica.


Esa noche, Manuel creyó escuchar pasos en el desván. Antonio lo calló con un gesto. Años después le dijo:


—En nuestra sangre hubo alguien que llegó al grado 33. Hablaba con obispos y generales. Y firmaba cartas con una sola inicial.


Nunca más abrieron el baúl. Pero sabían que lo habían tocado. Que ahora la historia les tocaba a ellos. Como el águila encadenada de su escudo, también estaban ligados a un pasado que exigía ser escuchado.


Y fue entonces que Antonio comenzó a escribir. A buscar. A reconstruir. Porque el silencio, en ciertas casas, pesa más que el granito.


Autor:

Antonio Valcárcel