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miércoles, 23 de abril de 2025

Casa La Pena, Manzaneda de Tribes

 Capítulo I: La Casa sobre la Roca


Desde tiempos remotos, los Domínguez de la Poboa de Tribes edificaban siempre sobre roca. No era un capricho arquitectónico, sino un acto de fe. Así fue levantada la Casa da Pena, nombre que le venía no solo por la enorme peña granítica que la sostenía, sino también por los suspiros que aún hoy parecen habitar sus muros. Todo en aquella familia estaba unido a la piedra y al Evangelio: “El que edifica sobre roca no será derribado”.


Los Domínguez, antiguos habitantes de Vilanova de San Pedro de Gabín, habían estado vinculados al monasterio de Monte Ramo, al servicio del rey o como sus administradores en tiempos de Alfonso VII, cuando la Casa Graja fortificada pasó de la Corona al cenobio benedictino. En documentos del archivo monástico constaban donaciones, pleitos, heredades: los Domínguez y los Yáñez recibieron y devolvieron tierras, con especial mención de una villa llamada Vilaster en tierras de Quiroga, cerca de Quiroga. La genealogía se desgranaba en manuscritos, y los nombres reaparecían una y otra vez en las sombras de los siglos.


Baltasar Domínguez de Losada y Quiroga, nacido hacia 1720, fue uno de aquellos hombres que dejaron huella en piedra y carne. Rico, altivo, devoto de la Virgen del Carmen, sembró hijos reconocidos y no reconocidos por las aldeas de la comarca. Casado sin descendencia legítima, su apellido fue menguando en derechos, y tras la Desamortización, la Casa Grande da Pobra de Tribes pasó a manos ajenas. En sus bajos, aún quedaba la capilla privada, con altar de madera de castaño y relicario. Decían que allí, en un relicario oculto, se guardaba un fragmento del Lignum Crucis, traído por un antepasado que luchó en Tierra Santa.


Un símbolo heráldico presidía la fachada de uno de los pazos: un águila abierta de patas, encadenada y posada entre dos torreones. Para muchos era un emblema nobiliario, pero algunos sabían que también era un símbolo esotérico: la libertad vigilada, el poder encadenado.


El bisabuelo 

Manuel Domínguez, hombre de letras formado en Salamanca, viajó por Francia, Portugal y los Países Bajos, enseñando filosofía, historia y antiguas lenguas. Su hermano Antonio, menos viajero pero igual de observador, guardaba en la memoria las tardes de infancia en la Casa da Pena y las historias susurradas por los mayores sobre reliquias, masones y secretos.


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Capítulo II: El Baúl del Silencio


Fue durante una de esas estancias estivales que Antonio y Manuel, adolescentes curiosos, exploraron los bajos húmedos de la casa. Entre toneles vacíos y telarañas encontraron una tarima suelta. Debajo, envuelto en lona de lino encerado, había un baúl de hierro forjado. En su tapa, el símbolo: una escuadra cruzada por un compás.


Dentro hallaron algo que les dejaría marcados para siempre: un gran medallón de plata ennegrecida, decorado con signos arcanos y estrellas de seis puntas, y junto a él, varios delantales blancos bordados en oro, con símbolos que no entendían del todo: una rosa sobre un cráneo, columnas, soles y lunas. Era parafernalia masónica.


Esa noche, Manuel creyó escuchar pasos en el desván. Antonio lo calló con un gesto. Años después le dijo:


—En nuestra sangre hubo alguien que llegó al grado 33. Hablaba con obispos y generales. Y firmaba cartas con una sola inicial.


Nunca más abrieron el baúl. Pero sabían que lo habían tocado. Que ahora la historia les tocaba a ellos. Como el águila encadenada de su escudo, también estaban ligados a un pasado que exigía ser escuchado.


Y fue entonces que Antonio comenzó a escribir. A buscar. A reconstruir. Porque el silencio, en ciertas casas, pesa más que el granito.


Autor:

Antonio Valcárcel

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